-Gerson Ortiz | NARRATIVA–
A Anaximandro lo conozco desde los doce años. Bicicleteábamos en la colonia hasta altas horas de la noche y siempre terminábamos las rutinas tomándonos el agua de los chorros de otras casas, aunque nuestros padres nos lo prohibían. Así lo hicimos hasta los catorce, luego sus papás lo inscribieron en el mismo instituto, aunque él estaba en séptimo grado y yo, en octavo. En diversificado nos volvimos a separar, Anaximandro se fue a estudiar a un colegio privado y yo seguí en el mismo instituto. Nos volvimos a encontrar cuando entramos a la universidad, yo me atrasé un año para entrar y él me alcanzó.
Hacíamos todo juntos: el examen de admisión, los resultados, el carné. El primer año nos inscribimos en Administración de Empresas, en la Facultad de Ciencias Económicas. Siempre nos sentábamos juntos en clase. Algunos decían que éramos hermanos porque nos parecíamos. Los dos teníamos el pelo largo y eso era suficiente para que la gente estúpida dijera que éramos hermanos. Gente más mierda.
Yo logré terminar el semestre, pero Anaximandro empezó a faltar a partir del cuarto mes. Siempre me pedía copia de los exámenes y jamás hizo tareas. Un día, durante mi examen final de Matemática I, entró a la clase –tenía semanas de no verlo–, y me dijo que saliera con él. No sé por qué, pero le hice caso. Nos sentamos en las gradas que estaban a la entrada del edificio y me contó que había estado explorando en todas las facultades de la Universidad la carrera adecuada para los dos. Me pidió que me olvidara de las Ciencias Económicas y que el próximo lunes me esperaba a las cuatro de la tarde en la entrada de la biblioteca central para llevarme a nuestra nueva unidad académica.
Cerró la conversación con un «no te vas a arrepentir» y se fue. El muy maldito me dejó solo y sin examen de Matemática. Era miércoles. Fue la última vez que pisé el edificio donde pretendía estudiar Administración de Empresas.
Eran las cuatro y media y Anaximandro no llegaba. A las cinco menos diez lo distinguí entre un grupo de cinco jóvenes que tendrían su edad. Me los presentó a todos y me dijo que los siguiera. Ir detrás de ellos hizo que me diera cuenta de lo mucho que apestaban. Llegamos a un edificio con las paredes repletas de murales, pensé en lo funesto de los muros de la facultad donde había estudiado apenas unos días atrás.
En la entrada había un letrero de cemento tirado sobre el suelo en el que se leía «Facultad de Humanidades, id y enseñad a t…».
Le pregunté a Anaximandro que qué idea tenía y me respondió que estudiaríamos Arte. «Es el segundo semestre, animal», le increpé. Me respondió que me relajara y que todo estaba «bajo control». Odié su sonrisa al acabar la frase.
En esos seis meses restantes del año Anaximandro hizo más amigos que nunca. Toda la Facultad lo conocía. Cuando yo buscaba a algún profesor para preguntarle por los trámites del cambio de carrera siempre me decía: «¿Usted no es amigo de Anaximandro?». Yo respondía con una risa forzada e irónica.
Anaximandro jamás se preocupó de pedir el traslado de carrera. Cuando le preguntaba qué haría con eso me decía que no necesitaba papeleos para estudiar y que él organizaría su propio pénsum de estudios, que le interesaban los cursos de las tres carreras que impartían en esa Facultad y que no quería «amarrarse la cabeza de por vida».
A mí me autorizaron el traslado en octubre. Anaximandro me felicitó y me dijo que eso era digno de celebrar. Fuimos a uno de los tantos bares que, irónicamente, rodean la Universidad y pidió dos cervezas. Esa fue la primera vez que nos emborrachamos. «Por tu nueva carrera y por nuestra amistad», brindó chocando las botellas que no dejaban ver su contenido. Nos miramos un momento en silencio y contamos tres antes de tomar el primer sorbo. Sus amigos llegaron al bar y pidieron más cerveza. Estuvimos ahí hasta entrada la noche. Yo me tomé tres cervezas y media y vomité. Anaximandro no paró hasta que cerraron el bar. Le contó toda su vida a sus compañeros. Yo me quedé dormido y desperté en mi casa a la mañana siguiente.
En diciembre seguíamos llegando a la Facultad porque no teníamos otra cosa que hacer. Anaximandro pasó de tomar cerveza a fumar. Yo intenté hacerlo junto a él pero nunca pude acabarme un cigarro entero. También fumamos marihuana y probamos la cocaína. Yo lo hice una vez, pero él lo hacía periódicamente. En esa época sus vicios crecían en proporcionalidad inversa a mi capacidad de hacer amigos.
Finalmente llegó enero y me emocionaba la nueva carrera. La primera semana, Anaximandro entró conmigo a todos los cursos de Arte. La segunda semana entró a todos los de Periodismo y la tercera, a todos los de Letras. Las siguientes semanas se alternaba en diferentes cursos de las tres carreras.
Un día, al salir de clase lo vi abrazando a una joven. Me pareció haberla visto antes, pero no supe dónde. Anaximandro la tomó de la mano y salió a mi encuentro: «Te presento a Amaral», me dijo. Ella parecía buscar en mis ojos la misma profundidad de su mirada. Sonrió y dijo mi nombre, Anaximandro le preguntó si me conocía y contestó con la voz más dulce que jamás había oído: «Claro, estamos en la misma carrera».
Continuará.
Este cuento forma parte del libro de Gerson Ortiz, autopublicado en julio de 2018, con el apoyo de Linotipo Editorial.
Gerson Ortiz

Guatemala 1984. Periodista y comunicólogo egresado de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Ha trabajado como reportero y columnista en Diario La Hora y como editor en elPeriódico, ambos en su país natal. También ha colaborado en medios internacionales como Cinco Días (España), CNN (México) y Exandas (Grecia).
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