-Gerson Ortiz | NARRATIVA–
El techo solía ser más blanco. Dudo que alguien lo pintara en más de una década. Hay una mancha gris justo frente a mis ojos que cada día me parece más oscura. Las paredes también son una mierda, la casa entera lo es. Las cosas están en su lugar, como siempre. No sé cuánto tiempo llevo contemplándolo todo. Creo que uno se da cuenta que ha despertado tiempo después de que en realidad despierta. Primero se ve el techo, después las paredes y finalmente el orden, ese estado de placidez que tienen los objetos y esa terquedad mental de ver que todo está en el sitio asignado, en el mismo lugar. Ese orden me aflige y me consuela a la vez. Lo primero me pasa porque es una mierda que nada cambie, y lo segundo porque el hecho que todo esté en su lugar hace que me sienta seguro de que no pasó nada extraordinario antes o durante mi reposo, nada imprescindible de recordar, nada que me avergüence y nada que me haga ser feliz o desdichado. No pasó nada.
Despertar siempre es una mierda para mí, porque me empuja a preguntarme cómo llegué hasta aquí. Es algo inútil, porque jamás me ha servido de nada, pero siempre lo hago. Es una necesidad de mi cabeza, no mía. Es un mecanismo que se activa solo, que busca hacer un inventario, revisar que todo está en ese deplorable estado de adhesión y constatar que la vida sigue siendo igual para el resto de mi ser. Quizás es su forma de protegerme, o su forma de torturarme. Sea lo que sea, me vale verga.
Me estiro sobre la cama y alargo los dedos de las manos una y otra vez: extender y retraer, son movimientos en los que tampoco pienso, mis dedos se mueven solos, como gusanos, temerosos, pero alertas. Respiro hasta sentir los pulmones y el aire aún caliente sale por mi nariz. Siento el calor cotidiano de mi cara. Parpadeo despacio, como dejando que las imágenes vayan entrando poco a poco a mi cabeza, uso mi cuello como un péndulo y estiro el esternocleidomastoideo sobre la almohada. Hincho y deshincho el abdomen y muevo los muslos como si jugaran con una pelota imaginaria, uno a la vez. Cuando llego a los pies compruebo que me duelen terriblemente. Siento el peso lacerante de las botas aplastándome los huesos y me percato de una nueva decepción: otra vez me quedé dormido con la ropa puesta.
A pesar de que he dormido en este cuarto durante toda mi vida adulta, siempre me toma mucho tiempo recordar cómo llegué hasta aquí. Si no fuera por esa homologación que hace mi cabeza sin pedirme permiso, quizá saldría de aquí gritando, enloquecido en busca de ese eslabón que siempre he perdido.
Pensé que era de madrugada por el silencio que hay en toda la casa, pero me equivoqué, son apenas las ocho de la noche y nadie ha vuelto del trabajo. ¿Por qué yo sí…? Ya sé. Nos sacaron temprano del taller porque se descompuso la máquina de revelado. No suelen explicarnos por qué, pero esos días son gloriosos, salimos temprano y nos pagan lo mismo. Fue así como llegué temprano a casa, ahora no me queda ninguna duda.
Me levanto de la cama y me quito los zapatos. Esas botas punta de acero me destruyen los pies, no entiendo cómo puedo olvidar quitármelas. Estiro las falanges en señal de liberación y me doy cuenta de que la luz de la sala se escurre por las ranuras de la puerta de mi habitación, pésimamente instalada.
Me dispongo a salir del cuarto, pero me veo interrumpido por un recuerdo inútil –otra vez el maldito inventario–: soñé con Anaximandro… Sueño más mierda.
Recostado sobre mis muslos, con los rayos de luz artificial irrigándose sobre mi cuerpo sudoroso, intento recordar mi sueño con Anaximandro, pero es inútil. Solo me invade la certeza de que soñé con él, pero no tengo claro el cómo. Tipo más mierda… Me levanto y salgo de la habitación.
La luz de la sala es sumamente intensa, todo está bordeado con esa blancura húmeda que emana de ella. Voy a la cocina, saco el pan, el jamón, el queso y la mayonesa del refrigerador. Tiro todo sobre la mesa y descubro que, junto a un vaso repleto de huellas digitales, grabadas sobre una tenue capa de grasa, hay restos de pan, jamón, queso y mayonesa. Es probable que haya comido al llegar a casa. Intento sentir en la boca alguno de esos sabores, al menos el más mínimo, pero un paladar pastoso me lo impide.
Sostengo una rodaja de pan en mi mano izquierda y le pongo una loncha de jamón y otra de queso, luego derramo sobre ellas toda la mayonesa que la fuerza de mi mano derecha me permite y aplasto la mezcla con otra rodaja de pan blanco. La mayonesa escapa por las orillas y embarra mis dedos, me dispongo a lamerlos, pero un asqueroso olor a óxido me lo impide: el típico olor que dejan los tubos de las camionetas de la ciudad. Voy a lavarme las manos y de súbito recuerdo que ya había cenado, los restos de comida sobre la mesa son míos.
Maldito Anaximandro. No sé por qué lo soñé. Pienso en llamarle, pero aún pesa sobre mi cuerpo y mi mente la modorra de hace unos instantes. Me recuesto un momento en el sillón y juego con el control de la televisión. Pasa de una mano a otra sin ninguna razón. ¿Por qué soñé a ese cerote?
Me levanto y le marco. Aprovecho para mirar por la ventana a la gente que camina por la acera con la típica tristeza de los días de trabajo. Hace calor afuera a pesar de la hora. Siento calor dentro de la casa y busco el ventilador con la mirada. Lamento no
haberlo encendido antes de marcarle a Anaximandro. Nombre más mierda…
La llamada está por llegar al cuarto tono. Uno más y cuelgo. «Aló», se escucha la voz robotizada de Anaximandro al otro lado del teléfono…
Continuará.
Este cuento forma parte del libro de Gerson Ortiz, autopublicado en julio de 2018, con el apoyo de Linotipo Editorial.
Gerson Ortiz

Guatemala 1984. Periodista y comunicólogo egresado de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Ha trabajado como reportero y columnista en Diario La Hora y como editor en elPeriódico, ambos en su país natal. También ha colaborado en medios internacionales como Cinco Días (España), CNN (México) y Exandas (Grecia).
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