Tomás Rosada | Política y sociedad / MIS CINCO LEN
Una de las principales características de los países que han logrado desarrollarse, es decir, esos países que ofrecen a sus pobladores unos niveles de vida y bienestar muy superiores a los de la mayoría de habitantes de este planeta, es su capacidad de planificación. Planificación que no quiere decir más que poder sentarse a imaginar el largo plazo, y en ese proceso poder ver qué es lo que está obstaculizando el paso, qué está bloqueando a las personas la capacidad de convertir sueños en proyectos, y luego los proyectos en realidades. Pensar el largo plazo es entonces pensar en lo importante.
Pero pensar el largo plazo se hace muy difícil cuando se tiene el estómago vacío, cuando los hijos se mantienen enfermos, o cuando no se duerme en paz porque hay temor de ser robado o violentado en cualquier momento. En otras palabras, pensar en lo importante es casi imposible cuando nos consume lo urgente.
No siempre se puede pensar en el largo plazo. Y quizás hasta uno podría decir que tampoco se debe hacer todo el tiempo. En primer lugar, porque la vida cotidiana nos sorprende a cada momento y demanda de nosotros capacidad de reacción inmediata –¡la vida es todo lo que sucede mientras hacemos planes!–. Pero, además, porque toda esa planificación solo tiene sentido si es para ponerse en práctica.
El gran problema es cuando pasamos largos períodos sin poder pensar en lo importante, sin poder ver con claridad qué es lo que nos puede hacer movernos de un estado de menos bienestar a uno de más bienestar. Es allí cuando cambiamos nuestra forma de vivir y nos convertimos en simples bomberos, nos volvemos como hormigas locas, reaccionando a cosas fuera de nuestro control, cambiamos de manera errática el rumbo, a veces en zigzag, a veces en círculos, a veces en dirección opuesta a la que veníamos. Siempre nos movemos, pero no siempre avanzamos.
Cuando esta dinámica individual la llevamos a escala suficiente, se convierte en un rasgo característico de un país, de la forma como opera su economía, de la manera en que se formulan políticas, del tipo de instituciones que reproduce. Se genera entonces una sensación generalizada de incertidumbre, zozobra y sofoco. Ya no se sabe cómo salir de esa espiral descendente y generalmente pasan dos cosas: los que pueden se van lejos, en busca de otro país donde insertarse y tener un nivel de vida un poco mejor, donde puedan planificar el futuro de su familia y su vejez. Pero también está esa otra minoría que tiene capacidad de crear pequeñas islas de bienestar en su entorno más inmediato, aunque los efectos sean muy limitados en comparación con lo que podrían disfrutar en sociedades con mayores capacidades de planificación para el desarrollo. Y queda un tercer grupo mayoritario, al que no le queda de otra más que seguir remando en medio del caos, confiando en que «algo pase y ojalá un día las cosas cambien».
Cualquier parecido con la Guatemala de hoy, devorada por la urgencia de luchar desesperadamente para no ser triturados por la corrupción, con esa sensación generalizada de sentirnos desvalidos, sin un proyecto de mediano plazo que inspire lo suficiente como para detener el éxodo y la apatía a la participación política y al servicio público, debiera, por lo menos, alarmarnos y hacernos pensar en cómo retomamos un diálogo que vuelva a abrir espacios para pensar en lo importante, en nuestro mediano y largo plazo. En ese conjunto de acciones que nos hagan no solamente movernos de manera reactiva sino avanzar de manera consistente hacia un objetivo compartido: construirles un mejor país a nuestros hijos.
Nos conviene a todos, a usted que vive el día a día en Guate, a mí que vivo el día a día fuera de Guate, a cualquiera que quiera llegar a gobernar por un tiempo en el 2020, y en el 2024, y más allá…
Tomás Rosada

Guatemalteco, lector, escuchacuentos, economista y errante empedernido. Creyente en el poder de la acción colectiva; en los bienes, las instituciones y los servidores públicos. Le apuesta siempre al diálogo social para la transformación de estructuras. Tercamente convencido de que la desigualdad extrema es un lastre histórico que hay que cambiar en Guatemala. Por eso, y sin querer, se metió al callejón del desarrollo, de donde nunca más volvió a salir. Algún día volverá a levantar el campamento y regresará a Guatemala para instalarse en el centro —allí cerquita de donde dejó el ombligo—, para tomar café, escribir, escuchar y revivir historias de ese país que se le metió en la piel por boca y ojos de padres y abuelos.
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