Coyotes, lobos y traidores

-Giovany Emanuel Coxolcá Tohom-

I

Hace unos días me encontré con S. Hawtorne al salir del cine. Andaba con alguien del brazo, como esas parejas que intentan ser felices. Yo también lo he intentado. Con el tiempo me fui acostumbrando a la brevedad del amor. Ya nada dura en estos tiempos. Allí estaba S. Hawtorne. No podría decir quién de los dos andaba colgado del brazo del otro. O es que cada uno se colgaba del brazo de su acompañante, sin darse cuenta que ambos inevitablemente iban cayendo a un abismo sin retorno. No lo sé y no creo que valga la pena averiguarlo. Al estar frente a él recordé que la tarde anterior había leído un post que compartió en Facebook, Twitter y otros espacios. El post era una suerte de despedida para su madre, por lo que entendí que había muerto. Llevaba más de cinco mil «like» y había sido compartido cientos de veces.

S. Hawtorne, lamento mucho la muerte de tu madre.

Nunca he entendido por qué se tiene que caer en estos simulacros tan incómodos. Yo no lamentaba nada. Ni siquiera sabía de la existencia de la madre de S. Hawtorne y tampoco sentía gran simpatía por él. A decir verdad, en el fondo llegó, a caerme muy mal, por su pedantería o su prepotencia, da igual en alguien como él. Pero una vez frente a él me vi obligado a hablarle. Traté de abrazarlo. Tuve que abrazar a los dos, parecían no poder despegarse.

Gracias.

Su acompañante se me quedó mirando con desconfianza y con odio, afortunadamente ya nada de eso es duradero. Mañana se habrán olvidado que me encontraron y en unas semanas esos miles de «like» y esas veces que fue compartido el post también dejarán de importar. Ya nada importa en estos tiempos. No importan las noticias relevantes y mucho menos las irrelevantes. Así es como se explica por qué nos acostumbramos a ver tantas invasiones como si fueran lo más normal del mundo; así es como hemos aprendido a ver las tragedias individuales como parte del entretenimiento cotidiano. Qué alguien me diga cuántos «like» se necesitan para durar un poco más de tres horas en el imaginario de la sociedad.

Y allí permanecieron, uno colgado en el brazo del otro, o algo así. A S. Hawtorne lo conocí en una fiesta. Todavía lo recuerdo por una sencilla razón. En aquella fiesta se armó una pelea, cuando todos los invitados ya se habían pasado de copas. Tuvo que llegar la policía. Se llevaron a varios. A S. Hawtorne lo dejaron libre, después de soltar un fajo de billetes. Quienes no llevaban suficiente dinero tuvieron que pasar varios días en la cárcel. S. Hawtorne, esa noche, fue uno de los

borrachos más violentos. Iba con una rubia de ojos color de miel. Ella se largó de la fiesta luego de tener un violento altercado con él. Al final y antes de que él le dejara ir un puñetazo en la cara, ella le dijo, sin medias tintas, hijo de puta. Lo demás es historia para no contar.

Por mera curiosidad, al regresar a casa, ingresé al Facebook de S. Hawtorne, lo tengo agregado como amigo desde hace varios años. Busqué el post. Allí estaba: Madre has dejado un gran vacío en mi corazón. Luego los «like», las veces que el post fue compartido y los cientos de comentarios solidarios, caritas con lágrimas, abrazos, palabras, frases y párrafos que nunca nadie leerá.

Después de haberle dado el pésame no sabía cómo despedirme.

Fue bueno verte.

No entiendo por qué tuve que decirle que había sido bueno verlo. Primero no me caía bien, segundo, su madre había muerto, qué de bueno podía tener el hecho de haberlo visto esa tarde.

Gracias.

Al alejarme de ellos, escuché que ella le preguntaba quién era yo.

Un imbécil, mi amor.

II

Usted debe aprender a manejarse entre estas gentes. No le será fácil al principio; pero poco a poco se irán acostumbrando a usted y usted a ellos. Ya en la calle no nos queda de otra más que hermanarnos. Este país cada día está peor.

El nuevo, con un dejo de inseguridad, escuchaba. Se había amarrado las correas de las botas en varias ocasiones y había intentado toser. Su jefe inmediato, que en ese momento conducía el picop, le dijo que se mantuviera calmado y que nunca dejara notar inseguridad a la hora de un cateo o de un arresto o de una… o de una…

Es difícil las primeras veces, pero con el tiempo uno se acostumbra. ¿Por qué vino a terminar acá?

No hay trabajo y hay que darle de comer a la mujer y a los hijos.

El piloto había parpadeado. Aceleró.

Páseme un cigarro. Tome uno usted, si quiere. Yo siempre fumo, a cualquier hora, a mediodía o en la noche o durante la mañana. No importa la hora. Es cierto, allá afuera no hay trabajo. Antes de esto ¿a qué se dedicaba?

Estaba estudiando Derecho. Después traté de irme a Los Estados Unidos.

Eso hacen todos los de por allá de donde usted es, ¿verdad? Sí, su nombre y sus apellidos son muy de por allá. Cipriano, ese es un nombre de pueblo, de indio. Yo también crecí entre ellos, ya hace muchos años que dejé ese lugar. Mis parientes de por allá se han muerto. No lo sé. Quedarán algunos familiares muy lejanos.

Intenté cruzar el desierto.

Efectivamente, había decidido irse. Su esposa lloró al saber la noticia. Su hijo, que entonces tenía ocho meses, lloró, como si le estuvieran arrancando las orejas. Ya vengo, fueron sus palabras.

Eso lo vienen haciendo desde hace más de cuarenta años. Yo recuerdo cuando irse a Estados Unidos se puso de moda. Todo mundo anhelaba irse y regresar con dinero suficiente para comprarse un carro y casarse con la más bonita del pueblo. Algunos cercanos míos también se fueron. Dos se quedaron a vivir allá y uno murió en el desierto.

Lo de cruzar el desierto es arriesgado. Cierto, unos pierden la vida allí. Casi todo el camino es cuestión de esquivar a la migra, permanecer en moteles, movilizarse en buses, comprar identificaciones falsas; pero no por eso se puede evitar cruzar el desierto o el famoso paso por el Río Bravo. Y, luego, la vida allá…

De manera que estuvo viviendo un tiempo allá. ¿Y no que solo fue un intento?

Estuve poco tiempo, por eso prefiero decir que fue un intento.

¿Y qué se siente haber sido gringo?

Uno debe acostumbrarse para que la humillación no lo mate.

A su paso por el desierto, ya cuando estaba por terminarse la parte más dura del viaje, el cansancio hizo que todos se desplomaran. Pueden tomar agua, había dicho el coyote; pero a esa hora Cipriano solo quería dormir. Quedó tendido en el suelo sin prestarle atención a nada más que al cielo. A su lado empezaban a forcejear. Los gemidos pudieron ser de su madre o de su esposa que no habría levantado un solo dedo para impedir que el coyote se saliera con la suya. Así es como uno corre para superar la miseria: toma todo lo que le queda y lo echa al desagüe o a la letrina para que la humillación no lo derribe: entra a lugares desconocidos ya con el corazón vuelto un basurero. Así se han acostumbrado muchos. Dicen que por rozar una porción del sueño que se les niega y que se les mutila desde el nacimiento están dispuestos a hundirse en el infierno.

Pero cuando vuelven se sienten las divinas mierdas. Yo los conozco. Presumidos con dinero; pero, al fin y al cabo, indios.

Cipriano prendió el cigarro y permaneció en silencio.

Quedaba un tramo para llegar al otro lado; ya era poco. Todos se encontraban exhaustos. Nadie pensaba en algo que no fuera quedarse tendido. La inercia que provoca el cansancio. Faltaba poco para llegar.

Cuarenta y cinco personas habían cruzado con vida el Río Bravo, habían logrado esquivar la persecución de los federales. Una pareja no corrió con la misma suerte. La mujer se había caído de la balsa. Lentamente fue arrastrada por la corriente. El hombre se lanzó a rescatarla. Hubieran podido detenerse a ayudarla.

No hay tiempo —dijo el coyote, luego de consultar su reloj.

A los de la otra balsa les gritó lo mismo: ¡no hay tiempo!

El hombre, con la mujer en sus brazos, miraba hacia las dos balsas. Buscaba a alguien. Se quedó mirando al coyote, con desesperación, con ira… La corriente se los fue llevando. Hubo en las balsas un silencio que registró la complicidad de todos. Nadie tuvo el valor de levantar la mirada.

Luego del paso del río había que caminar varios kilómetros; pero ya todos se encontraban agotados.

El coyote volvió a consultar su reloj y dijo que había tres horas para descansar.

Cipriano empezó a escuchar un forcejeo. Miró hacia al cielo y se encontró con una luna menguante. Algunas nubes se deslizaban en silencio. En ese momento solo quería dormir.

¿Y es cierto que los coyotes se cogen a las mujeres, usted? Eso dicen. Yo más creo que ellas se ofrecen. La mayoría que va para allá se dedica a hacer cochinadas para ganar dólares. Indias y además putas.

Esas experiencias lo marcan a uno. No. Nunca vi que un coyote se cogiera a alguien.

¡Coyote! ¿Sabe que cuando yo era niño tuve un perro con ese nombre?

¿Y traficaba personas?

Ja ja ja, No. Verá… le decíamos El Coyote. Y todos los días se levantaba sin importarle el frío o el calor. Era el primero en ir a buscar nuestras cosas. Y el primero en ir a saludar a mi mamá cuando llegaba a dejarnos el desayuno.

Mi papá lo había traído de lejos, un día que fue a vender el toro que habíamos criado durante ocho largos meses. El perro fue nuestra recompensa. Nos dijo que lo cuidáramos. Lo quisimos mucho. Mi mamá también llegó a quererlo como si fuera otro de sus hijos. Usted sabe, sentimientos pendejos que ahora me provocan risa. Como ya le dije, yo también viví entre indios.

A veces, durante los inviernos (eso significa que vivió un largo tiempo entre nosotros) se enroscaba cerca de mi mamá.

Un vecino vino una vez a decirnos que había visto al Coyote pelearse con un perro desconocido y, aunque despellejado, fue el vencedor.

Nosotros nos sentimos orgullosos. Podemos quedarnos a beber algo aquí, hace calor y es viernes. ¿Una cerveza?

Cipriano asintió con la cabeza y dijo:

Los coyotes se parecen a los perros.

En su recuerdo el coyote había tomado la forma de un perro sarnoso y viejo.

Los forcejeos continuaron; pero, en ese momento él solo quería dormir, cerrar los ojos. Vio la luna. Los forcejeos continuaron. Movió la cabeza hacia su derecha y descubrió al coyote con los pantalones hasta las rodillas. Por un instante deseó tener un arma en la mano: un cuchillo, un pedazo de hierro, la fuerza para levantarse y hacer algo. Sabía que todos escuchaban y miraban furtivamente lo que estaba ocurriendo. A tres metro de él había un adolescente que se mordía los labios, mientras miraba la luna, y las nubes seguían pasando en silencio. De sus ojos rodaron varias lágrimas; sin embargo su rostro parecía una piedra. Otra vez el silencio. ¿Por qué esas lágrimas? ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!

El coyote se quedó durante varios segundos con los pantalones hasta las rodillas.

Pero él sabía que, aun tratándose de su madre o de su esposa no habría movido un solo dedo. Uno emprende estos viajes aceptando todo. Solo quería dormir.

¿Usted era un niño?

No, fíjese, ya tenía esta edad. Claro que era un niño. El vecino nos dijo que el perro con el que se había peleado nuestro Coyote tenía rabia, porque días después apareció muerto de un balazo. Así les curaban la rabia a los perros.

Tiempo después encerraron al Coyote. Alguien dijo que había que hacer algo. Y un día de fiesta se decidió hacer algo.

Mis hermanos y yo vimos al perro, ya no reconocíamos al Coyote que se enroscaba a la par de mi mamá, ni al que nos acompañaba al trabajo, pero el cachorro que nos había traído mi papá aún ladraba en nuestros recuerdos. Sabíamos que no podríamos hacer nada por él.

Mis tíos y mi papá, como pudieron, lo metieron a un costal.

En ese entonces no había veterinarios, ni se sabía que se podía “dormir” a un perro, por eso, quienes podían, se los sacudían de un solo plomazo.

Mi tío, el hermano menor de mi papá, fue por una rama de roble que tenía forma de garrote. Pasó cerca de nosotros, como queriendo disculparse por lo que estaba por hacer. Yo le mordí la mano. Mi mamá me regañó y mi papá me agarró a varejones.

El perro estaba en el costal, ya no era nuestro Coyote, a diez metros de nosotros.

Cipriano se bajó del carro y dijo:

Oiga, jefe, he pasado durante años frente a este lugar y nunca se me ha ocurrido quedarme a tomar o a comer algo.

No me diga Jefe. Dígame Bob. ¿Echó llave?

Sí.

Pues, como le iba diciendo, era un día de fiesta, todos corrían de un lado para otro, muy contentos.

¡Los coyotes del desierto debieran ser encostalados!

¿Por qué tanta rabia, usted? Si son quienes ayudan a sus paisanos a cruzar la frontera para que puedan ganarse unos dolaritos.

Solo es una expresión. ¿Y qué pasó con El Coyote?

Ah, sí. Mi tío lamentó que no existiera cura. No se podía correr el riesgo de que terminara mordiendo a alguien.

Los familiares presentes estuvieron de acuerdo.

Entonces cayó el primer garrotazo sobre el costal, ¡buc!, y el segundo, ¡buc!, y el tercero, ¡buc!, y otro, ¡buc!, y otro, ¡buc!

El Coyote era grande, de color amarillo. Solía revolcarse en la grama para anunciar la lluvia.

Oiga, Bob, eso de que los perros anuncian la lluvia es creencia de indios, ¿no lo cree?

Creencia de indios o de mapaches, el caso es que nuestro Coyote solía hacer eso: saltar de un lado para otro cuando estaba muy contento.

No sé si fueron alaridos o aullidos; pero aquella agonía se nos penetró en lo más hondo del corazón. Lloramos con cada garrotazo. Mi papá nos dijo que fuéramos un poco hombres y que dejáramos de chillar; pero en su voz también había algo que se quebraba.

La agonía del Coyote duró veinte minutos

En esa fiesta hubo piñata, comida y pastel. Para nosotros fue muy triste.

Ahora que lo recuerdo, ¡puta!, me da risa (quiso decir casi vuelvo a llorar como si fuera un niño).

De manera que mataron al Coyote.

Lo mataron a garrotazos.

Cipriano cerró los ojos.

El coyote se levantó y se sacudió los pantalones. Fue hacia un arbusto, se escuchó el sonido de un encendedor. Después vino el olor a marihuana.

Ella se había quedado con los pantalones más allá de las rodillas, con la ropa interior rota, con la blusa hasta al cuello. Su rostro estaba lleno de arena y polvo. Hubo un sollozo que se perdió entre el cansancio de los demás.

El coyote había terminado de fumar. Dio la orden de continuar. Todos se levantaron. Se miraban entre ellos, en silencio. A ella la miraban de reojo, con esa distancia que se suele tomar de alguien por quien se siente desprecio.

Pero él sabía que, aun tratándose de su propia madre, no habría movido un solo dedo. Pensó en un arma, en un cuchillo, en partirle la cabeza con un hacha porque sabía que era imposible hacerlo. De manera que en esos momentos se conformó con ver hacia el cielo, lanzarse al cansancio y, en el fondo, sentir odio por el coyote y vergüenza de sí mismo. Sintió que todos se le quedaban mirando. Nadie había estado tan cerca como él.

¿Te arreglas o te quedas allí? —Le preguntó el coyote a ella, que permanecía en el suelo.

Todos se levantaron y caminaron, tomando distancia de ella, sintiendo asco y vergüenza.

Así deberían morir, Bob. Los coyotes deberían morir a garrotazos, lentamente.

Entraron al lugar. Pidieron dos cervezas.

Después, mis hermanos, unos primos y yo fuimos a un barranco a deshacernos del cadáver de nuestro Coyote.

Cipriano sonrió, imaginando revanchas inútiles con el pasado.

Bob continuó hablando.

De manera que usted es gringo.

No.

Gringo pobre.

¿Y usted qué es, Bob?

Su jefe.

Pero, aparte de eso, ¿qué es?

La autoridad. Con esto uno domina al mundo —sacó su reluciente Beretta y la colocó sobre la mesa.

Cipriano se quedó mirando en una esquina.

Con eso no se domina al mundo; pero quien comprenda eso tiene para sobrevivir.

Cipriano señaló algo escrito a la par de una de las ventanas del lugar:

¿QUÉ ES EL AMOR, ENTONCES?
(Respuesta provisional)

Tus violetas y vos me han seguido durante años,
y yo te buscaba, siguiendo el rastro de la nostalgia, siguiendo las sombras que brotan de mis ojos.

La esperanza es solo un disparo en la cabeza de alguien que sueña, cuando llorás, cuando todo esto parece ser el último minuto que le queda al mundo.
Tus pesadillas son el espejo en donde poco a poco me desintegro.

…pero siempre nos queda tu sonrisa
y tus ojos que lo desafían todo
y tus manos que reconstruyen estos pedazos que intentan ser algo.

Pendejadas —dijo, Bob.

Lo que hacemos son pendejadas.

Ya va comprendiendo. Con el tiempo irá aprendiendo que matar o morir son meras pendejadas. ¡La cuenta!

Entre un arma y lo que para usted son pendejadas, me quedaría con las pendejadas.

Memorice eso, a ver si le sirve a la hora de un arresto. Bien dicen que en la universidad le meten un montón de mariconadas a uno. En la calle cuenta esto —le quita el seguro al arma y apunta a la cabeza de Cipriano. La mesera se les había acercado.

La factura a nombre de Roberto Ixchiu, ¿verdad?

Sí.

Cipriano sonrió.

Abandonan el lugar sin mirarse.

Subieron al picop sin decirse nada.

Ya podés hablarme de vos.

III

Su padre fue enterrado a unos metros de la iglesia católica. Su hijo sale a las calles y siente en el pecho una inexplicable emoción, tan inexplicable como las canciones que siguen sonando en las tabernas solitarias que se encuentran a lo largo de la carretera que conduce a México. Su padre escuchaba marimba orquesta en un aparato que funcionaba con baterías Rayovac, su hijo escucha a Silvio Rodríguez y a Calle 13 en un Ipad.

A Don Fulgencio no lo mató El Ejército. Cuando fue ejecutado, todo el pueblo estuvo presente. Don Reinaldo supo que don Fulgencio se encontraba herido. Reunió al pueblo y argumentó que si no lo mataban esa noche no lo podrían hacer nunca. El pueblo entero no sabía por qué don Fulgencio había sido herido y menos las razones por las que había que matarlo. Se contaban cosas que despertaban admiración y terror. Se decía que había pactado con el espíritu de la montaña y que por eso podía pasar varios meses sin comer, también se decía que se alimentaba de carne humana y que por eso le bastaba con comer una sola vez al año.

Don Fulgencio pensaba en su hija (se llamaría Matilde) que nacería dentro de seis meses. Ojalá y las cosas mejoren. Han pasado varios meses desde que los soldados aquellos fueron pasados por las armas. A uno siempre le tiembla la mano cada vez que tiene que matar a alguien. Los soldados también lloran, lloran como las mujeres que son despojadas de sus maridos durante las noches, lloran como los niños que no se explican por qué sus papás son sacados a patadas de la cama y por qué los perros son apaleados hasta quedar despedazados; sin embargo, don Fulgencio pensaba en su hija e, inconscientemente, en el futuro al que ya no llegaría. A su lado tenía un AK-47, una 45 y las tortillas con las que había sobrevivido durante estos días. Ya estaban tiesas, pero bastaba un poco de agua para suavizarlas. No era problema.

Don Reinaldo, sos vos.

Sí, soy yo.

Te vas a morir hijo de la gran puta.

Vos, pero si somos compañeros.

Compañeros, mis güevos. ¿Dónde están enterrados los soldados que mataron? Llevame a ese lugar.

Está bueno, te voy a llevar.

Cuando don Reinaldo le pegó dos tiros en la cabeza, estaba cubierto con una chamarra, por lo que nadie pudo verlo. Horas más tarde fue enterrado a unos metros de la iglesia.

Don Reinaldo le contó a Matilde, veinte años después, que su padre había sido secuestrado y que nunca se volvió a saber de él. Matilde recuerda todo esto, mientras cuenta los dólares que le envían desde México. Siente un poco de nostalgia y la nostalgia se agudiza con los tragos de tequila.

Su hijo sale a las calles, escucha a Silvio Rodríguez y a Calle 13. Ya entrada la noche le dirá a su madre que su BMW necesita servicio y que la universidad es una mierda, que todo es una mierda. El otro año se irá a vivir a otro lugar, tal vez a Londres.

A Fulgencio no le gusta llamarse Fulgencio. En las redes sociales aparece como S. Hawtorne. Tampoco le gusta el nombre de su madre. Piensa, mientras recorre las calles de la ciudad, que este país es una mierda. Tampoco le gusta hablar de su madre. Algunas veces ella trató de contarle de sus pesadillas en México, de las bajezas del hombre y de la mujer, de las bajezas a las que el ser humano está dispuesto a llegar. Fulgencio tuvo tiempo para salir a emborracharse y de hacer lo que se le viniera en gana con la plata que mensualmente su madre le depositaba. Conoció más de una golpiza en las tabernas. Y, sí, salió a las calles con esa partida de imbéciles que coreaban canciones chillonas en nombre de todas esas mierdas revolucionarias. Supo de las propias bajezas de su tiempo, de más de un secuestro. Aunque nunca le hizo falta nada, nunca se sintió satisfecho, nunca supo quién chingados era. Le urgía largarse del país. Ya no aguantaba entrar a la casa y encontrarse con ese inconfundible olor a tequila, lágrimas y sudor de su madre. Este mundo no aprende a avanzar y menos este país. Lo mejor es largarse.

Matilde no sabe que su padre fue enterrado cerca de la antigua iglesia católica, tampoco sabe que su hijo sale a las calles despreciando todo, incluyéndola a ella. Intuye que por ella siente vergüenza. Matilde solo tiene la certeza de que Reinaldo pudo ser su padre, por lo bueno y por haberle contado la verdadera historia de su padre, aunque su cuerpo nunca fue localizado. Madre, y no pudo pensar en un mejor nombre para mí. Es el nombre de tu abuelo. Y qué tiene que ver mi abuelo conmigo.

Antes del hijo, antes de los dólares provenientes de México, ella sabe que caminó por el desierto, y supo qué es estar completamente sola en el mundo, sola, en manos de un cochino coyote. Y por eso tuviste que llamarte Fulgencio; pero no puedo decirte que un coyote violador hijo de puta se cagó en mi vida para que tú nacieras. No me importó que ese recuerdo fuera como el ácido en mis noches de no poder dormir, no me importó, porque, al fin y al cabo, tú llegaste y debías llevar el nombre de mi padre. Ese hombre que fue desaparecido quién sabe por qué cosas. Y aquí estamos. Tú frente a mí, con un par de ojos que no pueden ver a una madre. Tendremos que irnos del país. Necesitaremos dinero. ¿Tendremos? ¿Quiénes son los otros, hijo?


El presente relato fue publicado por primera vez en el libro Soledad de todos modos de la editorial independiente Los zopilotes, en julio del 2017, con el título ¿Quiénes son los otros?

Imagen por: Gerald Steffe

Giovany Emanuel Coxolcá Tohom

(Guatemala, 1986)
De seleccionar piedras en los ríos para lanzarlas a los barrancos, pasó a seleccionar palabras, recuerdos y ficciones, o recuerdos y ficciones a través de la palabra, para asegurar las fibras de la cuerda sobre la que avanza. Antes de la literatura, su apuesta es por los procesos comunitarios y educativos.

2 Commentarios

Paulino Aragon 12/09/2017

MUY BUEN RELATO.

Mirna Ramírez 10/09/2017

Retratos escritos de las realidades guatemaltecas, de esas realidades que parecen ficción pero quienes las narran saben que pertenecen a miles de personas que le apostaron a un cambio de vida, que abrazaron el dichoso sueño americano (creado por el sistema)o que se incorporaron a las luchas internas por cambiar las condiciones económicas, sociales y políticas de este país que se nos desborona de a poquitos y todxs seguimos en la inercia en que nos envuelve el sistema.

Me encantó la lectura.

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