-Rafael Cuevas Molina / AL PIE DEL CAÑÓN–
El 4 de febrero próximo, los costarricenses deberán elegir presidente de la República y diputados. Es un ritual democrático consolidado, al que los costarricenses se refieren siempre con orgullo, y al que consideran emblemático de su específico modo de ser en el concierto de las naciones latinoamericanas.
El sistema político costarricense, aunque legitimado, bien estructurado y respaldado por un avanzado Estado de derecho, viene sufriendo un creciente desgaste. Aunque se pueden encontrar síntomas de este desgaste desde hace más de veinte años, los más evidentes se han concretado en las dos últimas elecciones presidenciales.
En términos generales, se puede decir que lo que los costarricenses tienen es una «desilusión» con la política, en la que no solo no encuentran respuesta a la resolución de los problemas más acuciantes que los aquejan, sino que cada vez más la entienden como un instrumento para que ciertos grupos y personas saquen provecho para sí.
Aunque fácilmente se puede argüir que esta situación es similar a la que se ha vivido en las últimas décadas en toda América Latina, también es cierto que en cada país se le encuentran salidas o soluciones particulares vinculadas a su propia historia y características específicas.
En el caso costarricense, el descontento de canalizó inicialmente con la identificación del bipartidismo, dominante durante toda la segunda mitad del siglo XX (período al que en Costa Rica se le denomina «de la segunda República»), como el origen de esta situación. El nacimiento de un nuevo partido, el Partido Acción Ciudadana (PAC), presentó a los costarricenses la posibilidad de deslindarse de las opciones tradicionales, representadas por los otrora socialdemócratas del Partido Liberación Nacional (PLN) y los socialcristianos del Partido Unidad Socialcristiana (PUSC).
Ya en las elecciones de febrero del 2006, el candidato y fundador del PAC, Ottón Solís, estuvo a un tris de ganarle las elecciones a Oscar Arias Sánchez del PLN, las que solo se dirimieron por un conteo voto por voto un mes después de realizada la votación.
Pero el verdadero campanazo se dio en las elecciones de 2014, cuando el candidato del PLN, luego de ir aventajando a todos los candidatos durante toda la campaña electoral, se vio superado arrasadoramente por el candidato del PAC, el académico y político Luis Guillermo Solís, quien logró sacar más de 60 % de los votos válidos.
Las expectativas que abrió la elección de Solís fueron inmensas, sobre todo porque el PAC se presentó ante el electorado como el gobierno del cambio, pero al cabo de cuatro años, la decepción es tan grande como las esperanzas que despertó.
En este sentido, habría que considerar que esas enormes expectativas abiertas no respondían solamente, ni en primer lugar, a lo planteado por Solís y el PAC en la campaña electoral sino, sobre todo, a las ansias de los costarricenses por encontrar respuesta a problemas cotidianos que les complican la vida y deterioran su calidad de vida. En este sentido, optar por el PAC y elegir a Solís era una especie de apuesta por probar si había la posibilidad de resolver tales problemas sin «los mismos de siempre».
El Gobierno de Luis Guillermo Solís, sin embargo, no cumplió con esas expectativas infladas y, muchas veces, un tanto difusas que atañen no solo a problemas concretos sino, también, a formas de ser que, probablemente, no se pueden achacar solo al Estado y su aparato sino, más en general, al modo de ser actual de los costarricenses. Entre ellas, la resolución a medias de los problemas; la lentitud de la gestión gubernamental y la corrupción; a lo que habría que agregar problemas nuevos que desconciertan y asustan a la población, como la creciente presencia del narcotráfico y, como consecuencia, el exponencial aumento de la violencia callejera con características similares a las de otros países centroamericanos.
En este contexto, una ciudadanía decepcionada y apática se enfrenta a unos candidatos desteñidos sin propuestas atractivas. La tónica de la campaña ha estado dada por la presencia de un candidato en cierta medida outsider, Juan Diego Castro, que tuvo que buscarse un partido que lo recibiera como candidato antes de las elecciones, que con un lenguaje desparpajado ha dicho cosas que a las buenas conciencias costarricenses les causan escozor, y que se encuentra al frente de todas las encuestas publicadas. Tal candidato se ha transformado en el centro de los ataques de todos los poderes fácticos y parece aproximarse con seguridad a una segunda vuelta, que se llevaría a cabo el Domingo de Ramos próximo.
Si no fuera por la presencia de Castro, seguramente estas elecciones no habrían tenido más emoción que las de una elección de gobierno estudiantil. Y aún con él moviendo el cotarro, un poco más de 30 % de los costarricenses se muestran indecisos o están decididos a no votar.
Seguramente Costa Rica sufre, desde hace varios años, cambios en su vida social y política que se están expresando en este tipo de procesos. Estos cambios se han producido por varias razones, algunas de ellas vinculadas al impacto de las reformas neoliberales que empezaron a implementarse en el país a partir de la década de los 80, que han modificado la composición social, la estructura de clases, los canales de movilidad social, las expectativas de vida (ahora más asociadas al consumo), entre otros.
Estas condiciones abren el portillo para que, independientemente de que los costarricenses sigan teniendo una relativa confianza en su sistema democrático, paulatinamente venga creciendo una tendencia que apuesta por buscar una mano dura que «arregle de una vez por todas» las cosas. Juan Diego Castro parece mostrarse como tal, y seguramente ese es uno de los factores de su éxito hasta ahora.
Rafael Cuevas Molina

Profesor-investigador del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Costa Rica. Escritor y pintor.
Un Commentario
Breve pero certera instantánea de las próximas elecciones en Costa Rica. Preocupante la tendencia, habrá que estar atentos.
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