Continúa: el pandemizador de la libertad

Edmundo E. Vásquez Paz | Política y sociedad / ¡NO PARA CUALQUIERA!

Adicional a los esfuerzos generales que el pandemizador de la libertad viene realizando desde hace mucho tiempo en esta era de la pandemización -y que mencionamos en la anterior entrega-, en la actualidad él ha centrado su atención en la alteración de rituales concretos. Con el propósito de doblegar a la humanidad despojándola de cualquier sensación de libertad. Uno de esos rituales ha sido el de la compra a plena luz (o al descubierto, como le llaman algunos).

La compra a plena luz no es nada más que la actividad de comprar a la vista de todos. Sin ocultar. Es la compra normal que todos conocemos; ritual que se ha venido practicando desde época inmemorial. Puede referirse a la adquisición de casi cualquier cosa material, desde ganado hasta artículos de papelería, desde medicamentos hasta bienes raíces. Y puede realizarse en casi cualquier sitio. A nosotros, los lugares que nos interesan son los recintos cerrados (pues es en los cuales el resultado de los esfuerzos realizados por el pandemizador se pueden medir con mayor certeza, pues suceden en ambientes controlados -como en el caso de los experimentos en laboratorio-), en los cuales los artículos que están a la venta se encuentran ordenados en estanterías o en puestos, como en el caso de las abarroterías, las tiendas de barrio, los supermercados y los mercados de cualquier barrio o cantón.

El efecto del afán del pandemizador de marras alterando el ritual de la compra al descubiero se nota en las muchas personas que han reducido de manera sustancial la paleta de artículos que adquieren. Esto, porque los compradores han visto, y resentido, la disminución del número de ocasiones que antes se les presentaban a montón durante su acción de mercar y que les permitía enseñar a los otros lo adquirido -o por adquirir- e inducir en ellos una sensación de envidia que les llenaba de gozo. Disfrutaban ellos tanto bajando de los estantes productos exóticos y observando las etiquetas como empujando sus carretillas repletas de vituallas de ultramar -como recordará algún lector con alguna edad el nombre que se les daba a esos artículos excepcionales-.

En términos mercadológicos, lo anterior ha tenido dos efectos principales: la baja de la masa o cantidad de productos comprados (porque los adquisidores ahora rechazan lo superfluo y se enfocan mucho más en lo que consideran como estrictamente necesario) y la reducción del consumo de marcas extravagantes,porque ahora, en el apartamiento del hogar, los consumidores se conforman con la esencia de lo que buscan… admitiendo, por ejemplo, la calidad de la manzana nacional (esa que no es de formas perfectas ni de color voluptuoso, pero de sabor tan dulce, tan olorosa y con tanta consistencia al morder) por encima de las importadas de otras latitudes -muy hermosas a la vista pero sin aroma y esponjosas al masticar-.

El rito de la compra a plena luz ha venido a menos. Ya casi no se practica. La emoción que esa modalidad proporcionaba se ha tenido que trasladar a una excitación especial relacionada, ahora, ya no con las marcas, rótulos y distintivos que ostentan los productos, sino que con las que adornan los carritos repartidores destinados a entregar los productos a domicilio. En estos tiempos, ya no se compra in situ, sino que se hacen pedidos para que los productos los lleven hasta la puerta de la casa.

Por esa razón, en la actualidad, los repartidores invierten mucho en la apariencia de sus vehículos y buscan los logotipos con más clase para pegarlos a sus carrocerías. Porque para muchas señoras es muy importante la impresión que se puede dar a los vecinos y esto se logra, ahora, exhibiendo cómo son visitadas por los repartidores más vistosos y bonitos.

La alteración del ritual de las compras tiene que ver con la percepción de libertad que tienen todos los seres que se ven afectados. Esto parece evidente y es preciso hacerlo notar.

Al comentar sobre el caso, un conocido, aficionado al estudio de textos de filosofía y de política, me hizo una observación que me impresionó por su significado teórico.

Fue breve. Me dijo, muy circunspecto:

¿Ya te diste cuenta que lo que ha hecho el pandemizador es una transacción muy simple? Redujo el ámbito de la «libertad negativa» de los compradores y estos la compensaron creando un ámbito de «libertad positiva» que antes desconocían, pero les satisface. Analicé el caso y descubrí el fenómeno inducido. Primero, el pandemizador se las ingenió para lograr regulaciones limitativas al ámbito usual de libertad para comprar cómodamente, esto es, para desplazarse sin mayores restricciones por los espacios destinados a la exposición de las mercancías (asunto que logró recurriendo a sus relaciones con congresistas y altos funcionarios del Ejecutivo). Como resultado, los compradores empezaron a experimentar una reducción de sus oportunidades de disfrutar de la envidia que podían provocar en todos aquellos que los observaban practicando el arte de comprar y esto los hizo pensar en alternativas. Como consecuencia de lo anterior, los compradores buscaron un «satisfactor de compensación» que, finalmente, se materializó en los carritos repartidores…

Y me recomendó, con un dejo de sarcasmo: «lee a Isaiah Berlin; y un poco a Sigmund Freud. Y verás».

Y, entonces, me quedé pensando que, quizá, tendría razón. Visto así, la labor del pandemizador podría ser juzgada como totalmente infructuosa, si lo que pretendía era una merma del monto de la libertad disponible para la humanidad, pues el total de libertad sentida en el sistema social tendría que ser juzgada, matemáticamente, como absolutamente inalterada (pues reducida por aquí, pero compensada por allá).

O, ¿qué piensa el estimado lector?

A mí me parece similar al caso de la energía, que, según las leyes de la termodinámica, no desaparece, solo se transforma.

Y esto da para mucho meditar. ¿Será que el total de la libertad sentida, existente en la humanidad y dispersa de alguna forma entre todos los miembros de la especie, se habrá mantenido la misma, desde siempre? ¿Será que la libertad de unos puede valer más que la libertad de otros y eso explicaría el mágico -y para algunos sagrado y justo– equilibrio que se puede apreciar cuando la felicidad experimentada por uno (o un reducido grupo) -que goza de una libertad, digamos, equivalente a mil unidades- se equipara con la felicidad de algunos (toda una población, por ejemplo) que solo la tienen en la cantidad de una unidad, digamos, pero, sumados, son un grupo de mil personas? ¿Qué sucede cuando aumenta la población, se va reduciendo la cuota de felicidad per cápita?


Edmundo E. Vásquez Paz

Color Azul. Claro. Ingeniero Economista. Ocupado del resguardo del medio ambiente y la búsqueda del progreso de la humanidad. Sorprendido por la torpeza humana. Amarillo. Lector agradecido. Crítico de la ciudadanía olvidada de ejercer el amor propio. Rojo. Escritor diletante que ensaya textos para juntar fantasía y razón. Blanco.

¡No para cualquiera!

Correo: vasquezmundo52@gmail.com

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