Ju Fagundes | Cóncavo/convexo / SIN SOSTÉN
A ciegas, indefensa, sin más referencia que su respiración suave y codiciosa sobre el cuerpo, así es jugar y excitarse con los ojos vendados. Cuando la venda se cierra, el cuerpo todo queda expuesto a los otros sentidos y sus sensaciones. La piel completa se convierte en el radar del deseo, que busca y presiente las caricias, sea en los pies, sea en la boca.
Ponerse la venda en los ojos es poner en manos del otro toda nuestra confianza, todo nuestro deseo. Es abrir el cuerpo todo para que labios, manos, lengua y sexo nos recorran y deleiten. Convertimos la piel y los otros sentidos en terminales dispuestas al placer, centradas en desear la caricia inesperada pero milagrosa, que hace vibrar todo nuestro ser hasta ansiar la penetración, la caricia próxima y dentro del sexo.
Obstruir la mirada no es simplemente cerrar los ojos, es negarnos voluntariamente a ver todo lo que nos rodea y toca. Nos hace disponibles al placer, sabedoras de que todo lo que pueda suceder será agradable, delicioso, delicado.
Cegarnos momentáneamente no implica el deseo por la violencia, sino, generalmente, la disposición a las caricias suaves, tenues pero intensas. Son la disposición a que del beso largo en los pezones se sientan luego los labios en las nalgas, los dedos dentro de nuestra boca, la lengua rozando delicadamente nuestro ombligo.
Es la ceguera que proporciona a los demás sentidos el derecho al placer, a la satisfacción erótica intensa y, a veces, desequilibrada. Es la negación a la luz, para dentro de la oscuridad intensa del cuerpo dedicarnos a sentir, oler, paladear lo que subrepticiamente se nos ofrezca en la boca. Es abrazar al viento y apretar con ansias lo que entre nuestras piernas se movilice.
Con la venda puesta ingresamos al mundo del tacto erótico, quedando alerta a los sonidos más tenues, haciendo excitante la respiración cargada de deseo de nuestra pareja. Todo lo que sucede alrededor es doblemente percibido, haciendo aún más excitantes los toques, los besos, las caricias todas.
El clímax y el orgasmo son, de esa cuenta, diferentes en su intensidad y duración, porque llegan luego de ser deseados en extremo. La penetración, cuando es el caso, resulta vibrante, como la satisfacción de una necesidad eternamente deseada, y en el orgasmo ponemos en juego todo lo que desde dentro, en la oscuridad más brillante y luminosa del placer sexual, nos brota y se produce.
No hay que confundir, por lo tanto, sexo con los ojos vendados a disposición al masoquismo. Todo lo contrario, cegarnos voluntariamente para tener placer implica la certeza de que las caricias serán leves, tenues, dispersas, diferentes, pero caricias al fin y al cabo.
Ciertamente, la ceguera voluntaria y temporal no es solo patrimonio nuestro, también puede serlo para ellos, siendo delicado y hermoso jugar con su piel, sin que pueda notar, mucho menos prever nuestros movimientos. Ir y venir a gusto por su cuerpo, de la boca al cuello, del pecho a la entrepierna. Tocarlo con labios, lengua, manos y demás partes de nuestro cuerpo, a nuestro antojo, sin tener siquiera la insinuación de su mirada para indicarnos donde espera las caricias, saltar de una parte a otra, a nuestra voluntad y deseo.
Todo esto puede tener un agradable e intenso complemento, evitar con ataduras el movimiento de las manos. Pero eso puede ser ya otro asunto, que se puede manejar con o sin ceguera voluntaria.
Fotografía principal tomada de Mundo Love Sex.
Ju Fagundes

Estudiante universitaria, con carreras sin concluir. Aprendiz permanente. Viajera curiosa. Dueña de mi vida y mi cuerpo. Amante del sol, la playa, el cine y la poesía.
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