-Héctor J. Álvarez-
Había perdido el tren que acostumbro a tomar para volver a casa. Habrá que esperar, me dije resignado. Pedí fuego a un jubilado que resolvía crucigramas sentado en un banco del andén. Como acto de desagravio, arrojé una bocanada de humo a las chapas acanaladas del techo. Algo me incomodaba. Desestimado el contratiempo del tren, busqué concentrarme en el acto de fumar. No quería pensar. Llovía, y los demás viajeros sobrellevaban la espera como podían.
Cuando acabo un cigarrillo puedo hacer cualquier cosa con el pucho menos arrojarlo al suelo y pisarlo. Apunto esto porque justamente buscaba un cenicero, cuando el hombre se acercó a pedirme fuego.A pesar de haberlo visto venir, me sobresalté. Nunca llevo fósforos conmigo, ni encendedor. Tampoco es cuestión de ponerme a explicar, de buenas a primeras, que yo también acostumbro a pedir fuego por la calle.
Probablemente el gesto de mi cara anticipaba la respuesta, pero él miraba mi mano. Le ofrecí la brasa a punto de extinguirse. Hábil, se las ingenió para encender su cigarrillo manoseado, sin filtro. Antes de borrar esa expresión de placer que el fumador experimenta con la primera pitada, me dijo «No sabe cuanto se lo agradezco», y se guardó el pucho que le había dado en el bolsillo del sobretodo.
Digamos que este último detalle no hizo más que aumentar mi incomodidad. El tipo sostenía el cigarrillo con la mano izquierda y mantenía la derecha en el bolsillo adonde había ido a parar mi pucho. Debí advertirle pero no lo hice. No podía quitar los ojos del bolsillo. Supongo que esperaba ver salir humo o que sacara la mano sorprendido y nos riéramos juntos. Qué sé yo. Continuó plantado frente a mí sin dar muestras de querer marcharse.
«¿Tiene para mucho?». Entonces lo miré a la cara. «Digo si tiene que esperar mucho». No aparentaba más de sesenta años y eso era todo. Una cara difícil de recordar. «¿Cómo dice?», al mismo tiempo que sonaba el silbato de una locomotora. Como si no hubiera escuchado, prosiguió: «Lleva tiempo aprender a esperar», mientras quitaba la primer ceniza del cigarrillo con un certero toque del dedo meñique.
No pude evitar pasar la vista por el bolsillo antes de volver a mirarlo. Fue entonces cuando vi al niño. Cara de pajarito mojado, semioculto por la holgada manga del sobretodo. Parado a un paso detrás del hombre, miraba concentrado el mismo bolsillo que a mí me obsesionaba. ¿Habrá visto todo?, pensé. Y el hombre, ya en un tono familiar, como si nos conociéramos de toda la vida, «¿Le cuento algo? A mí me pasa que cuando estoy por llegar a la estación del ferrocarril, me asalta el presentimiento de que el tren ya fue autorizado a partir y se está yendo sin mí. ¿Qué le parece?» Su voz llegaba entrecortada por el repiquetear de la lluvia sobre las chapas del techo. Me sentía agobiado, como si el cuerpo, contra mi voluntad, hubiera decidido quedarse para siempre en aquel andén. El niño bostezaba sin dejar de vigilar el bolsillo.
«Frente a una situación así, a mi juicio, solo caben dos posibilidades. La primera sería correr el tren hasta alcanzar un estribo y hacer pie en alguno de los últimos vagones. ¿Me sigue? La segunda se reduciría a emplear de forma inteligente el tiempo de espera hasta el próximo tren». Hizo una pausa para fumar. Se quitó una hebra de tabaco de los labios. Me miraba. Yo miraba al niño. El niño miraba el bolsillo.
«Sin embargo, no termino de decidirme por ninguna de las dos opciones. ¿Qué quiere que le diga? La primera me parece una temeridad. No solo pondría en peligro mi vida, sino también la de inocentes viajeros que se cruzaran en mi carrera, ¿no cree? Y en cuanto a la segunda, como nunca me gusto descifrar la tabla de los horarios, la incertidumbre por no saber si habrá un tren posterior me anula el sentido común, se lo puedo asegurar». Volvió a fumar. Después, sin muchos miramientos, desprendió más ceniza con un golpe del dedo índice. Pasó un tren sin detenerse y el estrépito hizo que girara su cuerpo en dirección a las vías. Pareció que iba a sacar la mano del bolsillo. El niño retrocedió unos pasos.
Cuando se restableció el orden, agregó: «Para resumir y no abusar de su paciencia, el asunto es que no sé qué hacer para superar los momentos de angustia que paso cada vez que debo emprender un viaje». Aspiró la última pitada, entrecerró los ojos para evitar el humo y luego se guardó el pucho en el bolsillo izquierdo del sobretodo. «¿Usted qué opina?»
Mi tren se detiene en el andén. Las frases que se me ocurren para sacarme al tipo de encima me resultan tan estúpidas que solo atino a acercarme a la puerta del vagón más próximo. El hombre, para intentar detenerme, saca la mano derecha del bolsillo. No tiene nada. El pibe resiste a los empujones de la gente que sube al tren, trata de acercarse. El hombre, que no repara en su presencia, como si solo él y yo estuviéramos en el andén, tampoco reacciona cuando el pibe introduce una mano en el bolsillo desocupado de su sobretodo. Despacio, como si prolongara un acto prohibido, a medida que hunde la mano, el rostro del pibe cambia de expresión, asustado al borde de las lágrimas, afloja los rasgos, dibuja una sonrisa. Quiero subir al tren pero no sé si me quiero ir. El hombre, sin mirarlo, pone la misma mano con la que quiso detenerme, sobre la cabeza del niño y ambos dejan de ver, están viendo lo que yo no veo. Necesito encender un cigarrillo. Los dos se alejan juntos hacia la salida del andén. El silbato del tren ahuyenta a las palomas refugiadas bajo el techo y yo me quiero quedar. No puedo dejar de mirarlos con la esperanza de que se den vuelta y me llamen.Corro hacia el tren ya en marcha. Por los altoparlantes se pide la presencia de alguien en la sala de espera. Ya casi tengo al alcance de la mano el estribo del último vagón.
Héctor J. Álvarez

(Buenos Aires, Argentina; 1950). Está radicado en Suecia desde 1978 donde se desempeña como técnico de multimedia en la Real Universidad Tecnológica de Estocolmo. Es miembro de la Asociación de escritores suecos. Ha publicado Cuentos prófugos (1993, Suecia, Ed. Saltomortal), El faquir (2002, Suecia) y Silbo solo (2006, Argentina, Ed. Libros de tierra firme. Segunda edición 2007, Argentina, Ed. La voz del espejo). Ha sido también traducido al sueco, Askar (2004, Suecia) y además está representado en la Antología del cuento latinoamericano en Suecia (1995 Suecia, Ed. Invandrarförlag) . Su poesía puede encontrarse, además, en revistas y periódicos de Europa y en la Antología de poesía latinoamericana (México, 2005)
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