La noche está fría en la ciudad de Guatemala. Hora tras hora, el guardia nocturno, el joven indígena Rafael Hun, se pasea frente al muro de la casona blanca. El fusil semiautomático golpea su muslo.
Cincuenta y tres pasos en una dirección, cincuenta y tres de regreso. Siempre los mismos cincuenta y tres pasos.
Cada hora abre el portón y da una vuelta alrededor de la casa. Después vuelve a la misma caminata. Cincuenta y tres pasos para un lado. Cincuenta y tres para el otro.
Para hacer las noches menos largas y tediosas, entabla conversación con personas imaginarias. Pero lo más común es que simule hablar íntimamente con su patrona, doña Rita de Calderón, la dueña de la casa.
Doña Rita es la viuda de un coronel. Rafael la ve claramente en la película que pasa por su cabeza. Viste su traje verde y está sentada en un sillón frente a él. Porque en esta fantasía sucede lo impensable: él está dentro de la gran casa, sentado en uno de los suaves sillones que puede vislumbrar en la sala. Doña Rita es bella y delgada. Ha cruzado sus elegantes piernas. Cuando él habla, ella se inclina levemente hacia adelante y escucha con interés. Eso hacen todos sus imaginados interlocutores. Sobre todo, él quiere contarle de cuando era un soldado de catorce años con derecho a matar; pero para que ella lo entienda, decide contarle todo en orden.
—Yo nací en un pueblito del Quiché —le dice—. Mis padres y yo somos indígenas. Todavía hablo nuestro idioma. Somos cinco hermanos y yo soy el mayor. Mi papá no tenía tierra, así es que éramos jornaleros. Mi recuerdo más antiguo es el de una plantación de algodón. ¿Usted ha visto un campo de algodón, doña Rita? ¿No? Sí, son unos campos enormes, llenos de arbustos. En los tiempos de cosecha, los arbustos están cubiertos de algodón. Uno corta el algodón y lo va metiendo en sacos.
Supongo que cuando era pequeño mi madre me cargaba en la espalda cuando ella andaba trabajando, pero no me acuerdo. Lo primero que recuerdo es la plantación de algodón. A mí esos arbustos me parecían árboles grandes. Entonces yo tendría quizá tres años. Pero ya estaba lo suficientemente grande para trabajar. Arrancaba el algodón de las ramas más bajas y lo metía en el saco de mi papá. Me acuerdo que al principio andaba alegre. Mi papá me elogiaba y yo me sentía muy orgulloso. En realidad, el trabajo no es muy pesado. El problema es el calor. Quizá fue demasiado calor para mí, porque un día me desmayé. Mi mamá me sacudió hasta que desperté. Y recuerdo que mi papá estaba molesto conmigo. Ese es mi primer recuerdo.
Trabajábamos en diferentes fincas; en la cosecha de café y en la de algodón. Lo más duro era en los cañales. Mi niñez fue puro trabajo. Uno andaba en los campos con sus padres, ayudando en lo que pudiera. Cuando regresábamos, ya al atardecer, yo estaba tan cansado que solo quería dormir. No me acuerdo de haber hecho otra cosa. No me acuerdo de haber jugado nunca.
Todos los trabajadores dormíamos en barracas. ¿Ha visto las barracas de los trabajadores en alguna finca, doña Rita? ¿No? Eso me imaginé. La gente bien, como usted, seguramente no quiere ver esas cosas. Quizás éramos trescientas personas en un solo cuarto. Las mujeres hacían la comida en fogones al aire libre. Comíamos afuera en cuclillas, porque en la barraca no había espacio para mesas y sillas. Dormíamos directamente sobre el cemento. Trescientas personas durmiendo en el mismo cuarto es apretado. Dormíamos como sardinas.
Usted duerme en una cama, ¿verdad, doña Rita? Yo nunca he estado en el segundo piso, donde están los dormitorios, pero se me imagina que usted duerme en una cama grande y suave. Los jornaleros de las fincas no tienen camas. Uno solo ponía un petate o un saco en el suelo y se acostaba a dormir. No era nada cómodo, pero uno estaba acostumbrado. Así duerme la mayoría de los indígenas en este país. ¿No me cree? Es verdad.
Mi papá era un hombre bravo que a veces se emborrachaba. Entonces nos daba miedo y tratábamos de mantenernos alejados. Pero un día mi mamá dijo:
—Yo nunca he dormido en una cama.
Y mi papa contestó:
—Vas a tener una cama. Yo voy a construir una casa para nosotros, con dos camas.
En la finca donde trabajábamos entonces, todos los jornaleros vivían en una gran barraca. Pero a mi papá se le metió que nos iba a construir una casa. Ninguno de los jornaleros tenía casa. Mi papá juntó palos y pedazos de madera y compró un rollo de plástico. Me acuerdo de la alegría que sentíamos. Era lo mejor que había pasado en nuestra vida. Yo le ayudé a mi papá. De algún modo, él había conseguido ladrillos. Hizo dos camas de ladrillo y les puso tablas encima. Entonces yo tenía dos hermanitos. Una cama era para mis padres y el bebé. La otra la compartía yo con mi hermana. Yo estaba muy emocionado. Me preguntaba cómo era dormir en una cama. Fuimos levantando la casa de noche, en lo oscuro, cuando nos habíamos comido los frijoles y las tortillas después del trabajo.
Un día estaba lista.
La casa estaba terminada.
Ese día sentimos bien fácil el trabajo, porque sabíamos que al terminar nos iríamos a nuestra casa, a dormir en camas por primera vez en la vida. Mi mamá anduvo diciendo todo el día:
—Imagínense, voy a dormir en cama. Imagínense.
Entonces yo tenía seis años, creo. De todas formas, me acuerdo de todo con claridad. Cuando llegamos a la casa después del trabajo, el capataz nos estaba esperando. Nos gritó:
—¡Boten esa casa! Ningún jornalero puede tener su propia casa. Es prohibido.
Tuvimos que quitar los palos, las tablas, los plásticos y los ladrillos. Hicimos un volcán con todo eso.
Esa noche dormimos como siempre, como sardinas, en el suelo de cemento de la barraca. Oí que mi papá le susurró a mi mamá en la oscuridad:
—Ya basta. Vámonos para la ciudad. Yo sé que no querés; pero aquí no tenemos futuro. Yo quiero que mi mujer duerma en una cama. Y quiero que mi familia viva en una casa, no en una barraca. Y quiero que mis hijos vayan a la escuela. En las plantaciones no hay escuelas. Yo no sé leer. Vos tampoco. Pero quiero que nuestros hijos sí aprendan a leer y escribir.
Al día siguiente, creo que fue al día siguiente, nos fuimos de la plantación. Mi mamá llevaba a mi hermanito en la espalda. Los demás llevábamos nuestras cosas en bultos. Mi papá llevaba un gran bulto. El mío y el de mi hermana eran más pequeños. Agarramos el bus para la ciudad de Guatemala.
Mi papá consiguió trabajo en una ladrillera. Y por fin tuvimos una casa. Pero no era casa propia, sino una choza que alquilamos en las afueras de la ciudad. También conseguimos camas. Y empecé a ir a la escuela. Me imagino que mi papá se sentía orgulloso de eso, pero no es de los que dan elogios. Él no tenía trabajo fijo en la ladrillera, por eso iba al campo a seguir trabajando de jornalero en tiempos de cosecha. Pero ganaba suficiente para que yo fuera a la escuela y para que viviéramos en una casa con dos camas.
En el campo, los niños obedecen a sus padres. En la ciudad se me metieron otras ideas. Me puse rebelde. Ya no le hacía caso a mi papá. Él quería que yo trabajara por las tardes después de la escuela, pero en lugar de andar cargando ladrillos me iba en bus para el centro. Me la pasaba en el parque Concordia. Me parecía emocionante. Porque ahí había de todo. Gente buena y gente mala. Ladrones, prostitutas, maricones, predicadores, travestis, curanderos y vendedores de medicinas milagrosas. Me gustaba mucho estar ahí.
Mi papá casi siempre estaba enojado conmigo. Una vez me dijo:
—En el campo los niños se levantan a las cuatro de la mañana y trabajan con sus padres hasta que oscurece. Y vos no querés trabajar ni unas horas en la tarde. Sos un vago. Un haragán.
Hice el sexto grado. Cuando tenía catorce años, me llevó al cuartel de la zona 10 y dijo:
—Háganlo hombre.
Yo me cagaba del miedo, disculpe la expresión. Iba a hacer el servicio militar y sabía que duraría tres años. Pero yo no era el más joven. Había varios de trece años. Todos los que hacíamos el servicio militar éramos indígenas o mestizos pobres. Y todos los oficiales eran blancos. Pero eso ya lo debe saber usted, doña Rita.
Como le digo, yo me cagaba del miedo. Había oído que a uno le hacen cosas terribles y que la comida no se podía comer. Pero todos quedamos bien sorprendidos, porque nos dieron buena y bastante comida. Nos dieron pollo, arroz, ensalada y Fanta. Y hasta nos dieron postre.
Lo que le voy a contar ahora quizá le va a parecer repugnante, pero quiero que sepa cómo fue. Yo comí hasta más no querer, como los demás. Todos estábamos igual de sorprendidos. Pero cuando habíamos comido, entró un oficial. Traía un bastón. Primero nos pegó en el estómago hasta que vomitamos y luego tuvimos que andar en cuatro patas lamiendo el vómito. A los que no lo hicieron, los sacaron.
Eso lo hacían los oficiales de vez en cuando. Por eso siempre me sentía nervioso cuando comía.
Un día, yo y dos más recibimos la orden de ir a la ciudad a matar cada quien un perro. Un oficial nos dio a cada uno un garrote y un saco. Yo no me atreví a decir que no. Como usted comprenderá, doña Rita, uno no decía que no en el ejército. Era imposible. Yo anduve dando vueltas en la ciudad. Y al final vi un perro grande, color café. Lo maté a garrotazos, lo metí en el saco y regresé con él. Todos los soldados se pusieron en fila en el patio del cuartel. Unos oficiales y yo estábamos enfrente de ellos. Entonces me dieron la orden de abrirle la panza al perro con un cuchillo. También me dieron un vasito, para que lo llenara con la sangre y bebiera. El oficial me dijo que eso era para que me hiciera un soldado duro, que pudiera comer cualquier cosa cuando estuviéramos en campaña.
Vomité.
Entonces me obligaron a tomar otro vaso.
Todos los soldados tenían que tomar sangre de perro. Algunos se negaron. A esos los amarraron de las manos por detrás y los oficiales les abrieron la boca a la fuerza para meterles la sangre.
Después recibimos la orden de cortar un pedazo de carne de perro y comerla. Yo corté un pedacito de pecho. Le cuento que la carne de perro cruda es dura. Pero de todas formas me la logré comer, sin vomitar.
El adiestramiento básico fue de tres meses. En ese tiempo nos llamaban “tigres”. Nos arrastrábamos, corríamos y aprendimos a disparar y a lanzar granadas. Sí, todo eso era parte del adiestramiento básico. Todos los días nos decían que pronto saldríamos a una guerra de verdad y que el enemigo era la guerrilla, los comunistas de mierda. Cuando marchábamos, cantábamos canciones que trataban solo de matar comunistas.
“A matar, a matar comunistas”, cantábamos al compás de la marcha. Pero esas canciones ya las debe haber escuchado, doña Rita, ya que su esposo era coronel.
Un día me sentía bien cansado y no podía cantar cuando íbamos marchando. Entonces uno de los oficiales de bajo rango llegó corriendo y me cortó dos veces en el brazo con el machete. Las heridas eran bastante profundas. Yo me quedé parado, viendo la sangre que salía de las heridas, y recuerdo que me sentí mareado. En el cuartel había un doctor, pero no me dejaron ir ahí para que él me cosiera. Tuve que desinfectarme las heridas yo mismo, con brea caliente. Se me curaron bien; pero me quedaron cicatrices feas en el brazo izquierdo. Mire, doña Rita, se me ve como una cruz blanca… ¿De veras? ¿A usted le parece una estrella? Otros me han dicho lo mismo.
No crea que a mí me trataban especialmente mal. Me trataban como a la mayoría. Algunos les caían mal a los oficiales. A esos les iba peor. Dos amigos míos desertaron. Dormíamos en la misma sala, así es que los conocía bien. No me contaron que pensaban desertar. Una mañana, cuando desperté, ya no estaban.
Un par de días después nos formaron en el patio. El oficial dijo que habían encontrado a los muchachos en sus casas. Y también nos informó que ya no estaban vivos.
—Si alguno de ustedes se va del cuartel correrá la misma suerte —nos dijo.
Desde que eso pasó, traté de no pensar en irme.
Esos tres primeros meses no nos dejaron salir del cuartel, pero los domingos podíamos recibir visitas. Un domingo mi papá llegó a ver si ya me habían hecho hombre. No quiso escuchar cuando le empecé a contar de los vómitos, el perro muerto y los muchachos que fueron asesinados.
—Vos estás aquí para hacerte hombre, no mujer —me dijo—. No andés contando esas cosas.
Desde entonces, eso he hecho.
Se me imagina que usted tiene muchas personas con quienes puede hablar, doña Rita. Su esposo ya había fallecido cuando yo empecé a trabajar aquí, pero seguro que tiene muchos a quienes contarles sus penas. Porque todos tenemos penas. Pero yo nunca le había contado esto a nadie, es la verdad.
Creo que lo peor fue la prueba final.
Una tarde, unos soldados fuimos con un oficial a dar vueltas por la ciudad en un jeep. Seguramente usted ha visto esos jeeps militares. Son abiertos y llevan unos banquitos atrás, donde los soldados van sentados con los fusiles apuntando para afuera.
—Ahora van a hacer la prueba final —nos dijo el oficial—. Van a demostrar que son valientes y que están preparados para que los manden a un cuartel en el campo. Esta noche, cada uno de ustedes va a matar a una persona.
Dábamos vueltas por la ciudad. Estaba oscuro y las calles se miraban casi vacías. De repente, vi a un hombre de unos treinta años que venía caminando por la acera. No era mendigo, ni borrachín, sino un hombre común y corriente. Llevaba una camiseta azul.
—Disparale a ese —me dijo el oficial.
Yo apunté y dejé ir el disparo. Vi cómo el hombre cayó. El oficial me dio unos golpecitos en la espalda y dijo:
—Te felicito. Ya pasaste el adiestramiento básico. Ya te puedo dar el certificado.
Los demás también mataron a alguien.
Al día siguiente, compré un periódico. Ahí estaba: “Luis Alberto Albaran Morales, de 31 años de edad, padre de dos hijos, fue asesinado ayer en la noche por desconocidos. El crimen se cometió en la 8a. avenida, Colonia Landívar”. Todavía tengo el recorte, no sé exactamente por qué. Ese suceso me ha perseguido. Ha destruido mi vida. De inmediato, sentí que había hecho algo malo; porque había matado a un inocente, a plena calle, y lo había dejado ahí tirado. Yo quería desertar, pero sabía que si lo hacía me matarían a mí también. Era demasiado cobarde para intentarlo. Me dieron el certificado de adiestramiento básico y me mandaron a un destacamento en la selva de Petén.
Ya había completado mi adiestramiento.
Era un soldado de catorce años con derecho a matar.
Desde el destacamento de Petén salíamos en patrullas comandadas por un oficial. Recorríamos la selva, buscando guerrilleros. Casi nunca nos topábamos con ellos. Eran marchas pesadas, en un desesperante calor. No llevábamos hamacas, sino que dormíamos directamente en el suelo. Comíamos alimentos enlatados, pero cuando estos se terminaban nos teníamos que conformar con culebras, tortugas y lagartijas. A menudo no podíamos hacer fuego, porque entonces nos iba a encontrar la guerrilla. Así es que nos comíamos la carne cruda.
Los oficiales nos decían todos los días:
—Los guerrilleros son nuestros enemigos. Hemos venido a aniquilarlos.
Una vez nos encontramos con un grupo de personas que venía en un sendero en medio de la selva. Eran indígenas, como yo. Eran hombres, mujeres y niños; todos en harapos. Venían huyendo. Los matamos a todos. El oficial dijo que eran guerrilleros.
Así era la guerra.
Los primeros cinco meses estuvimos encerrados en el destacamento por las noches. Luego nos empezaron a dar veinticuatro horas de licencia a la semana. Entonces nos íbamos a la ciudad más cercana. Ahí visitábamos burdeles, donde nos acostábamos con prostitutas y tomábamos cerveza. Después conocí a María Luz. Yo la quería mucho. En mis días libres, caminábamos en el parque e íbamos al cine. Pero ella se enamoró de mi mejor amigo. Y se casaron. Eso me dejó bien triste. Todavía la quiero.
Yo estuve en muchos combates, pero no creo que los que matamos fueran guerrilleros. Llegábamos a caseríos pobres, donde la gente salía corriendo al vernos. Los oficiales decían que esa huida era la prueba de que estaban con la guerrilla. Destruíamos sus casas, aplastábamos sus siembras y les robábamos las gallinas y los cerdos que habían dejado.
Cuando estaba finalizando el tercer año, apareció un teniente que quería obligarme a hacerle cosas. Me hizo lamerle las botas. Después tuve que ir a la ducha con él, para que lo acariciara y él me metiera la pinga en la boca. Sentí tanto asco que me negué. Fue la primera vez que me negué a hacer algo en el ejército.
Como castigo, me puso a trabajar en la cocina. Eso es lo más humillante que hay en el ejército. Porque lo ven a uno como mujer.
—¡Rafaela! —me gritaban los otros soldados—. ¡Qué linda estás, mamacita!
Mire doña Rita, seguramente, usted creerá que me sentí feliz cuando esos tres años estaban por terminar. Porque hasta ahí llegaba el servicio militar y yo quedaba libre. Fue muy raro. En lugar de eso, me sentí preocupado. Pensé en el hombre que había matado. A lo mejor alguien quería vengarlo. Porque lo que yo había hecho estaba mal. Y pensaba en los indígenas que había matado. Y en todos los caseríos que destruimos y les prendimos fuego. Todo eso se juntó en mi cabeza. Y pensaba en los oficiales, que dijeron que nos matarían si contábamos algo de lo que habíamos hecho en el servicio militar. Y pensaba que al entregar el arma, ya no me podría defender. Y todo el tiempo veía al hombre que caía en la acera y quedaba inmóvil.
Suena confuso, pero yo estaba confundido.
Al final, traté de suicidarme.
Veo que no me cree, doña Rita. Usted cree que solo los ricos tienen sentimientos. Los pobres también tenemos sentimientos; lo que pasa es que no nos conocen. Yo estaba como loco. Pensaba en todo eso al mismo tiempo y tenía miedo. Yo tenía una pistola. Una mañana la agarré y salí. El destacamento estaba en una colina. Detrás había un barranco bien empinado que daba a un río. Me paré en la orilla. Había decidido darme un tiro en la cabeza. Había calculado que caería en el barranco y que nadie me encontraría. Ese era mi único pensamiento. Nadie me encontraría. Entonces apareció un amigo que iba a orinar y me vio. Fue pura casualidad.
—¡No hagás eso! —me gritó.
Llegó corriendo, me quitó la pistola y se puso a hablar conmigo. Sus palabras me regresaron a la vida.
Después del servicio militar no encontré trabajo. ¿Quién contrata a un soldado? Todos saben que somos asesinos. Los únicos trabajos que podemos conseguir son de guardia nocturno, o cuidando bancos y restaurantes. Pero yo había dicho que nunca más agarraría un fusil.
Busqué trabajo por todos lados. Usted no sabe qué es eso. Cuando una persona como yo busca empleo, tiene que llevar un montón de papeles sellados: certificado de estudios, constancia de salud, certificado militar y una constancia de la policía donde diga que uno no tiene antecedentes policiales. Todo eso hay que irlo a buscar a diferentes dependencias y por todo se paga. Yo andaba con una carpeta azul con mis documentos, pero solo conseguía trabajos temporales en la construcción. Me daban dos o tres semanas y después quedaba desempleado otra vez.
Durante todo el servicio militar añoré volver a casa. Cuando llegué y le conté a mi papá que ya no había trabajo en la construcción, me dijo:
—El que no trabaja no come.
Me echaron. Solo podía llegar cuando tuviera trabajo. Cuando estaba desempleado, dormía afuera. Siempre ponía debajo la carpeta con los certificados y las constancias, para que no me la robaran. Si veía un jeep militar salía corriendo.
Una vez me detuvieron dos policías. Querían dinero. Y yo no tenía nada. Eso les dije y me saqué los bolsillos, para que vieran que no tenía un centavo. Entonces me quitaron la carpeta y rompieron todos mis documentos en mil pedazos.
Fue entonces que me humillé y fui otra vez donde mi papá.
—¡Sos un inútil! —me gritó—. No podés conseguirte un trabajo de una vez por todas. Nadie te quiere. Decís que no te querés rebajar a andar cargando un fusil, pero venís aquí a que te demos de comer. ¿Y quién te pagó la escuela? Yo me sacrifiqué para que estudiaras. ¿Y qué fue de vos? Sos un desempleado. Pero ya no te voy a mantener.
Mi papá tomó un bus a esta zona de la ciudad y fue de casa en casa, diciendo que tenía un hijo que había hecho el servicio militar y quería trabajar de guardia nocturno. Seguro que usted se acuerda de eso, doña Rita, porque usted habló con él. Fue entonces que me dio el trabajo.
Quizá usted a veces se pregunte si yo la odio. Nos tiene miedo a nosotros los pobres, ¿verdad? Cree que yo la odio a usted y a toda la gente como usted. Pero fíjese que no. Yo estoy agradecido porque me dio el trabajo. Ahora vivo otra vez en casa de mis padres. Todo está muy bien.
Un coche deportivo blanco se acerca. El guardia nocturno Rafael Hun se endereza. Abre la puerta del garaje. Hace un rígido saludo militar, mientras el automóvil se desliza con suavidad. Cuando ella se baja, sin siquiera mirarlo, él le dirige las primeras palabras de estas últimas semanas:
—¡Buenas noches, doña Rita!
Y no le dice nada más el resto del año. Pero tiene conversaciones con ella, todas las noches.
Texto traducido por Oscar García.
Imagen de Gerald Steffe.
Monica Zak

Escritora y periodista sueca, de origen checo, conocida por sus populares libros para jóvenes. Ha publicado 46 libros,traducidos a vario sidiomas incluyendo el español. Su novela La Hija del puma fue adaptada al cine. Muchos de sus textos tratan sobre personajes y ambientes de América Latina.
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