María Alejandra Privado | Arte/cultura / LA MAGIA Y LO COTIDIANO
La vida de las montañas
está en la voz de sus pájaros.
La voz de los pueblos
son sus cantores:
un pueblo mudo
es un pueblo muerto.
Humberto Ak’abal
Tenía 13 años cuando empecé a cantar. Inicié cantando en el coro del colegio donde estudiaba. Mi catedrática de música, la maestra Heidy Nóchez, quien se tomaba muy en serio la enseñanza de la misma y nos motivaba a darle la importancia que merece, hizo audiciones para formar el coro. Yo audicioné y fui aceptada, como parte del registro de primeras voces. Cantábamos canciones a tres y cuatro voces, y tuvimos un par de presentaciones, entre las que destaca en mi memoria nuestra presentación abriendo el concierto del Coro Victoria, del que formaba parte mi maestra. Terminó el año de colegio, y mi hermana –quien también cantaba– y yo le preguntamos en dónde podíamos seguir cantando. Ella nos invitó a cantar en el Coro Victoria, y tras una pequeña audición, fuimos aceptadas. Era un sueño hecho realidad, pero también una enorme responsabilidad. Formé parte del Coro Victoria por 10 años, en el registro de sopranos, y puedo asegurar que cantar ha sido una de las experiencias más hermosas y enriquecedoras de mi vida.
Allí, en el Coro Victoria, bajo la dirección del maestro Julio Santos –excelente director de coro y orquesta, y percusionista–, aprendí no únicamente técnica vocal, ejercicios de respiración y gesticulación, afinación, rítmica, disciplina, sino todo un repertorio de música guatemalteca y latinoamericana, música sacra y música contemporánea guatemalteca, australiana y japonesa, entre muchas otras cosas. Aprendí que cantar colectivamente implica escuchar a las y los otros que cantan, implica que mi voz puede tener su propio timbre, color y potencia; pero que no debe callar o disminuir nunca a las demás voces imponiéndose sobre ellas. Para esto, es necesario escuchar a la persona que está a cada lado tuyo, si solo escuchas tu voz, se pierde el «empaste» de cada registro, cada voz iría por su lado, sin un horizonte común. El canto coral implica también escuchar a los otros registros: las líneas melódicas de las sopranos, tenores, bajos, contraltos; cada registro se constituye en un hilo que se entreteje con los otros para formar el tejido de la música. Considero que todo esto bien puede entenderse como metáfora para la construcción de comunidad, ya a nivel social.
Pero aprendí, sobre todo, a amar la música. Aprendí a tomar con compromiso y responsabilidad el arte, aprendí que el arte puede estar al alcance de todos y todas, como parte fundamental de nuestras vidas; y que, definitivamente, nos hace mejores seres humanos y potencia nuestra capacidad de crear, transgrediendo las ataduras de la razón instrumental.
En lo personal, la música coral se me mete en la piel, las melodías y acordes llenan las cavidades de mi cuerpo; siento resonar los sonidos dentro de mi pecho, como alas revoloteando intensamente a veces, y otras muy sutilmente. Cantar, ser parte del tejido lleno de posibilidades de la música es realmente extraordinario, es liberador: sentir cómo la voz nace de las entrañas y se dirige hacia afuera, así como el río sale de la montaña allá en las grutas del rey Marcos en época de lluvia, potente, desde la oscuridad del interior de la caverna.
Todo esto recordó mi alma y revivió mi cuerpo al ser parte del coro que interpretó la Sinfonía desde el Tercer Mundo de Joaquín Orellana, después de diez años de sequía vocal. La experiencia de interpretar la música del maestro Orellana me hace cuestionarme siempre lo que tenemos asumido como «canto», y representa múltiples desafíos rítmicos y de afinación, porque estamos entrenados y acostumbrados, en mi opinión, a la consonancia y a los ritmos no aleatorios. Esto me parece singularmente interesante, desde una perspectiva sociológica, sobre todo porque tendemos a evadir la disonancia, buscando la «armoniosidad» y la homogeneidad. Por esa razón mucha gente rechaza la música de Orellana, porque incomoda por honesta. Y, sin embargo, nuestra sociedad dista mucho de ser armoniosa y homogénea. Otro reto lo presenta el ámbito expresivo de la interpretación: los gritos desgarradores, las voces naturales y no impostadas, la angustia, la entonación. No es casualidad que, según lo compartido por el maestro Santos y el maestro Orellana, en el estreno mundial de la Sinfonía, que tuvo lugar en Grecia, el nivel técnico de las y los músicos haya sido impecable, pero estuvo lejos de expresar toda la complejidad de este pedazo del llamado «tercer mundo». ¿Por qué? Porque nuestras voces son cuerpo, son historia, memoria y vida encarnada. Nuestras voces no son neutras, aun cuando hayan recibido «entrenamiento» y «educación».
Todas estas, son reflexiones de una cantante aficionada, con deudas que saldar en su formación musical. Sin embargo, llena de pasión y asombro constante por la profundidad con que la música toca nuestros cuerpos y almas. Quiero finalizar con la brillante frase de cierre de la Sinfonía desde el Tercer Mundo del maestro Joaquín Orellana, que cristaliza cómo la esperanza se nutre de la experiencia estética: «…esperanza batiendo sones… y esperando…».
María Alejandra Privado

Socióloga dos veces, mi mayor pasión es la reflexión acerca de la expresión estética, en especial, la música. Maravillada de experimentar cómo el arte -entendido en toda su amplitud y complejidad- se nos mete por la piel y nos conecta con la vida…
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