Cantar de los cantares (III)

-Marcial José Escribá Degollado-

Variaciones sobre un tema de Arthur Schnitzler

Sentada en la primera silla del comedor, con la mirada perdida y el cuerpo orientado hacia la cocina, apenas si respondió a su breve saludo. De espaldas a la puerta de entrada, también daba la espalda al televisor que, aún encendido, ya sin imágenes, producía un sonido intermitente y nada entendible pues la programación había finalizado. Entró cuidadoso, dando de frente con el cuerpo aún caliente de quien hacía algunos momentos había fallecido y de quien se había despedido con un monótono y convencional «hasta mañana». No tenían nada urgente a tratar, por lo que podrían pasar varios días sin comunicarse.

El rictus de dolor aún estaba dibujado en su rostro, y los ojos completamente abiertos hacían sospechar la desesperación que durante sus últimos minutos había padecido. Los brazos, caídos a los lados del cuerpo, evidenciaban ya la rigidez que la pérdida de la vida produce. La boca entreabierta parecía estar a punto de decir algunas palabras, pero ya sin respiración insinuaba contener para toda la eternidad el aire que en el último momento había podido aspirar.

Su primer impulso fue aproximarse para intentar cerrarle ojos y boca, pero prefirió aproximarse a ella y ofrecerle su ayuda en lo que debería ser hecho de inmediato. Con la pierna derecha subida en el asiento, apoyaba la cabeza sobre la rodilla, mientras sus manos abrazaban sin ganas una enorme taza de té. Con el talón del pie apoyado en el asiento de la silla, los dedos menudos mostraban unas uñas perfectamente recortadas, adornadas con un esmalte rojo tenue que hacía sobresalir el color levemente bronceado de su suave piel. La pequeña bata de seda color almendra recogida en su espalda dejaba al descubierto todo su muslo, mucho más claro y natural en la parte superior, posiblemente porque no había sido acariciado por mucho tiempo por el sol. De inmediato dirigió la mirada a otro lado, evitando todo contacto visual con su cuerpo.

Con la voz y la mirada perdida le ofreció un té y, al aceptarlo, le pidió que fuera él mismo a la cocina a prepararlo; el agua estaba en la jarra eléctrica y los sacos de té a la par. Desde dentro preguntó, en el tono más bajo posible, qué era lo que había sucedido, a lo que ella respondió que, habiendo salido del dormitorio para tomar un vaso de agua, imaginándolo viendo televisión,solo se percató de lo que había sucedido cuando volvía. Fue en ese momento que decidió llamarlo, pues no sabía de nadie más allegado que viviera relativamente próximo y su número telefónico estaba de primero en una breve lista que mantenían en la mesa de la sala. Imaginaba un infarto, pero no quería tocarlo ni aproximarse hasta que los de los servicios funerarios aparecieran.

Preguntada si ya los había llamado respondió que no, pidiéndole que por favor lo hiciera él, ya que las informaciones sobre qué empresa era la que él habría seleccionado tal vez su socio más directo podría saberlo. Ante ello no tuvo sino que explicarle que lamentablemente nunca habían hablado de esos asuntos, por lo que si ella estaba de acuerdo, se comunicaría con la empresa con la que tenía contratado ese tipo de servicios para él y su familia.

Llegada el agua a su punto de ebullición, tomó cualquier saco de té y se dirigió al comedor, preguntándole antes si quería un poco de agua más caliente, a lo que ella respondió con una casi inaudible afirmación. Puso su taza frente a ella, al otro lado de la mesa, y se aproximó a llenar la de ella con agua caliente, dejando luego la jarra sobre el aislante que se encontraba en la mesa. De pie, a un lado de ella, no pudo evitar, en ese instante, poner la mano izquierda sobre su hombro derecho, diciéndole en voz baja cuanto lo sentía y que entendía lo doloroso y difícil que era para ella ese momento, se lo dijo casi como un susurro, en alguna medida tratando que ni los restos del hombre que reposaba en la poltrona, ni nadie más le escuchara.

Ella recostó la mejilla contra el dorso de su mano, aprisionándola suavemente contra el hombro. La notó tibia, casi fría, pero no húmeda de lágrimas. Sintió la tersura de su cabello, recortado a ras de las orejas, así como la suavidad de la piel de su cuello. Quiso retirar rápidamente la mano, pero ella la sujetó con un poco más de fuerza entre su mejilla y el hombro, en un silencioso pedido por apoyo y compañía.

De pie, optó por girarse levemente, poniendo suavemente la mano izquierda sobre su cabeza, en un acto involuntario por darle apoyo y afecto en un momento en que la vio más frágil y sola que nunca. Su cintura rozó levemente la rodilla de la pierna que ella tenía apoyada en el asiento, sintiendo de golpe el roce de su pie en el muslo. Enredó suavemente los dedos en su corta y lisa cabellera que, teñida de castaño oscuro, hacía sobresalir el suave y delicado color de su piel.

Sin pretenderlo, mecánicamente giró su mano derecha, palpando su mejilla con la palma de su mano. Sintió su leve sonrojo, pero no tuvo valor de retirarla. Ella mantenía la mirada perdida, orientada hacia adelante pero, reclinando pierna y rostro sobre él, la parte baja de la bata había dejado totalmente al descubierto el muslo y su pubis. Instintivamente bajó levemente la mirada, y sus ojos se dieron de frente con sus senos semidesnudos, pues la suave tela del cinto de la bata se había aflojado. Un torrente intenso de sangre se concentró en su vientre, endureciendo de golpe su sexo, haciéndole temblar de ansiedad.

Notó la redondez y firmeza de sus senos, ni grandes ni pequeños. Los vio simétricamente separados del centro de su pecho, permitiendo que el hilo de su mirada descubriera la concavidad de su ombligo. Un hondo suspiro salió de su pecho, al tiempo que en su mente surgía la bíblica expresión Tu cuello, como la torre de David/ construida con piedras talladas(…). Tus pechos, como dos crías,/ mellizos de gacela,/ que pastan entre los lirios.

Su sangre había vuelto a circular normalmente, devolviendo casi a su tamaño normal el músculo que se había erguido. Repuesto, quiso dar un paso hacia atrás pero ella, ansiosa por protección y compañía había dejado de abrazarse la rodilla y le rodeaba con su brazo la cintura. Bajó la pierna, y con la mano libre hizo un leve ademán para intentar cubrirse con la bata, lo que apenas consiguió a medias. Aunque se lo propuso, fue incapaz de alejar la mano de su mejilla, la que acarició suave y lentamente con el pulgar, rozando instantáneamente la comisura de sus labios.

Un suspiro profundo, intenso, suave, salió de su pecho. No había congoja en su semblante, sino más bien soledad, esperanza. No se atisbaba tristeza, pero sí soledad. No había llorado, tal vez por lo inesperado y reciente del suceso. Levantó levemente el rostro, evitando sin embargo encontrarse con su mirada, para inmediatamente esconderlo contra su vientre, llenándole con el calor de su respiración todo el cuerpo.

Se giró sobre el asiento, quedando sentada frente a él, abrazada ahora con los dos brazos a su cintura y con las piernas entreabiertas apretándole suavemente las suyas. Completamente de espaldas al cuerpo inerte, ella tampoco podía verlo, al tener encajado el rostro en su vientre. Rozó la hebilla de su cinto con su barbilla, y su aliento cálido le acarició por completo el bajo vientre, atravesando con su cálido viento el pantalón y toda su ropa.

Intentó tomar con las dos manos su rostro para, en vano y falso esfuerzo, alejarla. La reacción sin embargo no fue de obediencia, sino de suave resistencia al impulso, apretándose más fuertemente a su cintura, pasando los brazos debajo de su chaqueta. Sus manos se encontraron pronto sobre sus hombros, con los dedos acariciando por debajo de la bata el principio de su espalda. Sin premeditación ninguna ella estrujaba las faldas de su camisa, la que en un instante estuvo fuera, permitiéndole pasar sus suaves y diminutos dedos por la piel. Mientras tanto, y en involuntaria respuesta, él introdujo aún más sus manos debajo de la bata, haciendo que esta se abriera y sus tensos senos desnudos se apretaran contra su pantalón. Ella mordisqueo la ropa que cubría su vientre, mientras él intentaba con movimientos de su cuerpo acomodar entre las ropas su miembro ya para entonces nuevamente erguido y tenso. Sintió su rostro apretado contra él, para luego notar que su mano derecha tímida y suavemente le acariciaba desde la unión de las mangas del pantalón hacia arriba, acogiendo entre sus dedos el miembro aún protegido por la ropa.

No podía ella, a pesar de la situación, parecerse a la Marianne de Schnitzler, ni en la representación de Glück, mucho menos en la patética de Kubrick. Ella olía a limpieza, a ternura, era más bien la Marianne de Bianchi, frágil, cándida, pero sensual y hermosa. Su cuerpo, a pesar de la casi desnudez del momento estaba cubierto de dulzura, de genuina y segura feminidad, de fresca sensibilidad, sin un asomo siquiera de impudicia, en contraposición al cuerpo que, a pocos metros, a pesar de la ropa se enfriaba más a cada instante, mostrando en su inmovilidad definitiva su egoísmo, su ambiciosa soledad. Ella era suavidad y vida, mientras aquel rigidez mortal. Cayó en la cuenta que eran muy diferentes, que resultaba imposible que hubiesen sido pareja por tanto tiempo, tan felices y satisfechos como aparentaban.

No era capaz de liberarse, más bien enredaba tiernamente los dedos en sus suaves y lisos cabellos. Sintió como con dificultad pero sin prisa ella retiraba de la hebilla el cincho de cuero, y como suavemente abría su cremallera. Un torrente de excitación le inundó de golpe cuando su aliento acaricio la piel que segundo a segundo descubría la cabeza de un glande que aumentaba a dimensiones inesperadas, incendiándolo de pasión y deseo. Impotente, apretó aún más su rostro contra su cuerpo, trasladando rápidamente su mano derecha hacía abajo para acariciar las puntas de su seno izquierdo. Sus dedos consiguieron sujetar el pezón erguido y tenso, a la vez que abría un poco más las piernas para permitir que su boca besara su miembro, aún protegido por su ropa interior.

Urgida de su piel, pronto se deshizo de esa intromisión textil, a la vez que, ávido, él se posesionó de sus pezones con ambas manos, con los que comenzó a juguetear conforme ella le daba espacio. Las caricias de su lengua le hicieron exhalar nuevamente suspiros de placer e, incapaz de otro movimiento, volvió a acariciar sus cabellos, dejándole a ella toda la actividad e iniciativa. Su boca subía y bajaba, en un movimiento lento y firme que lo hacía desear que le acariciara todo, pero que a la vez no abandonara la zona acariciada, musitando extasiado: Como una cinta escarlata son tus labios/ y tu boca es hermosa./ Como cortes de granada son tus mejillas/ detrás de tu velo, descubriendo cuan excitado pudo haber estado aquel rey cuando escribió tan bellos versos que ahora son recitados por todos los creyentes.

Era un ir y volver de su lengua, de sus labios, ahora por las orillas, ahora por el centro. Cual dulce caramelo lo lamía, mordisqueando con dulzura su contorno. Sus venas henchidas hacían crecer su miembro a su dimensión máxima, incrementando sus deseos por sentir la humedad de sus labios, la caricia de su lengua, el roce de sus dientes y, ¡oh delicia!, la dicha enorme de acogerse casi por completo dentro de su boca.

El placer era intenso, el deseo avasallador, pero necesitaba tenerla más próxima, acariciarla toda, descubrirla, conocerla. Así que despreciando el radiante encanto de lo hecho, pasó sus brazos por debajo de sus axilas y la invitó con un suave movimiento a ponerse de pie. Con la bata abierta, descendió con sus manos hasta el final de sus nalgas y, con avidez desconocida acarició cuidadoso, de abajo hacia arriba, el ángulo donde hermosas y finitas se unían. Se buscaron las bocas para darse el beso que desde la eternidad de esa noche y sin creerlo se habían estado prometiendo. Ella recargó todo su cuerpo en la punta de los pies para alcanzarlo, y el la aupó con las manos por debajo de sus nalgas.

Intenso, inmenso, fue el encuentro de sus bocas, que desesperadas se ofrecieron a la exploración de sus lenguas. Unidos por sus labios el mundo se les hizo mínimo, y el tiempo eterno. El frío de la noche era incapaz de enfriar sus cuerpos que, semidesnudos, se rozaban y apretaban, concentrando todo su placer y deseo en los labios que, intensos, procuraban la humedad y tersura de la otra boca, resonando en su mente ¡Tus labios destilan miel pura,/ amada mía! /Hay miel y leche bajo tu lengua,/ y la fragancia de tus vestidos/ es como el aroma del Líbano, versos de profeta, pero también del rey que tuvo setecientas esposas y cientos de concubinas.

Ansiosa se apretaba contra él, deseosa de volar para alcanzar la altura suficiente que le permitiera introducir dentro de ella todo su sexo. Pero él quería devolverle uno a uno los besos y las caricias antes prodigadas, por lo que levantándola en vilo la sentó sobre la mesa, maniobra en la que ella colaboró aupándose con ambas manos. Besó con pasión sus senos, apropiándose con lujuria de sus pezones, que mordisqueó y apretó miles de veces. Botones rojizos con aureola morena que pronto adquirieron la figura de diminutas lanzas, las que al calor de sus labios y boca le prodigaban sensaciones y placer en cantidades y formas nunca experimentadas. Alejó con suavidad tazas y jarra, para dejar espacio a su cuerpo y con un suave movimiento le pidió que se recostara por completo sobre la mesa, para luego introducir con avidez y hambre sus labios y su lengua por su sexo.

Eran dos bocas distintas acariciándose, la de él horizontal, de labios gruesos y cálidos, la de ella vertical, de labios finos y húmedos. La de él hecha para besar y acariciar, la de ella creada para recibir el amor y el deseo en todas sus manifestaciones. Penetró con su lengua en sus pliegues, yendo de arriba para abajo, de lo más profundo a lo más sensible, encontrándose de pasó con el pequeño botón que, succionado, trasladaba a todo su cuerpo esa sensación de satisfacción desesperada.

No pudo contenerse y sin proponérselo, su sexo se contrajo hasta el infinito, tratando de sujetar con vehemencia aquella lengua que lo acariciaba. Tensó su cuerpo, cruzando con firmeza las piernas por su espalda. Apretó las manos en búsqueda de algo material y humano de donde asirse y, ambiciosamente, levantó su sexo para apretarse lo más posible contra su boca. Ráfagas de aire aprovecharon a pasar cuando sus nalgas se impulsaron hacia arriba. Él, goloso, las tomó con ambas manos para, cómodamente, estrujar labios, lengua, y todo su rostro contra ese sexo que se derramaba, que le llenaba de la barbilla a los ojos de ese líquido suave, cálido, y que se contraía de manera dura, furiosa, intensa, inmensa.

Jadeante, respiró de tal modo el aire como durante días, semanas, meses, años quizá, no lo había hecho. Se sintió viva, más que viva existente, renacida, hecha de nuevo, recuperando aquella mujer que lentamente, y sin darse cuenta, había ido desapareciendo en los meses y años con quien luego de desearla intensamente había comenzado a desecharla. En su mente resonaba con viveza el cántico Mi amado pasó la mano/ por la abertura de la puerta,/ y se estremecieron mis entrañas/ Me levanté para abrirle a mi amado,/ y mis manos destilaron mirra,/ fluyó mirra de mis dedos,/ por el pasador de la cerradura. La cerradura había sido tocada más que con las manos, y ella había destilado mirra por todo el cuerpo. Mirra que sin provenir de árbol alguno, invadía sus cuerpos de eso olor a deseo, a placer, a sexo compartido, a entrega y búsqueda desesperada de la satisfacción plena e intensa.

Se incorporó lentamente, y si bien sintió el frío de la madera en sus espaldas, lo apreció cual caricia en un rejuvenecimiento pleno de su cuerpo y sus ansias. Se aferró con las piernas a su cuerpo, de manera que al deslizarse e ir quedando de pie no perder ni un segundo su contacto. El la sentía bajar de la mesa satisfecha, plena, agigantada, dueña del mundo y de su cuerpo, conductora sabia de las teclas de su placer y sus deseos. Con su cuerpo y su mente le clamaba Antes que sople la brisa y huyan las sombras / ¡vuelve, amado mío,/ como una gacela, / o como un ciervo joven!

Suavemente, ya con los pies en el piso, se dio vuelta y de espaldas se le ofreció toda, entrega que comprendió por completo cuando, inclinada sobre la mesa, comenzó a juguetear con el trasero su sexo aún erguido. Entendida la oferta se aproximó más a ella para encontrar el punto desde donde entrar completo hasta su alma. Cariñosa, le ayudo con su mano derecha a ubicar ese túnel húmedo que le conduciría tibia y agitadamente hasta la gloria y, abriéndose de par en par, acogerlo. ¡Qué hermosos son tus amores,/ hermana mía, novia mía!/ Tus amores son más deliciosos que el vino/ y el aroma de tus perfumes,/ mejor que todos los ungüentos, le decía con las manos apretando sus pechos, con la lengua acariciándole el cuello y la espalda, mientras se acomodaba dentro de ella con pequeños pero ambiciosos embates.

La penetración fue radiante. Las embestidas ansiosas sacudían sus pechos, imagen que reflejada en el vidrio de la alacena le hizo recordar los momentos en que Florence Guérin, la Anna de La Bonne, expresa con su mirada la satisfacción sentida. Millones de luces de colores estallaron al unísono en su mente. El ir y venir dentro de ella le hacía descubrir los matices diversos del placer. Entrar hasta el fondo era nada más el augurio de una mayor profundidad y presión en el siguiente embate. Con el abdomen pegado a la orilla de la mesa, sus brazos la aseguraban debajo de las axilas a los hombros. A cada movimiento el roce de sus senos con sus brazos le aseguraban que ella le acompañaba en el ritmo, en el deseo, en la fuerza. Sus brazos disfrutaban del contacto excitante y lujurioso de sus pechos, que en ese ir y venir, en ese entrar y salir poníanse cada vez más duros y erguidos. Tu talle se parece a la palmera,/ tus pechos a sus racimos./ Yo dije: subiré a la palmera, / y recogeré sus frutos/ ¡Que tus pechos sean como racimos de uva!, parecía ser la profecía que poéticamente se cumplía al pie de la letra en sus caricias y movimientos. Sí, aquel rey profeta y promiscuo había sabido describir paso a paso la dulzura de lo erótico, llevándolo al púlpito de todas las creencias.

Su abdomen era el encaje perfecto a la redondez de sus glúteos, los que hermosos lo motivaban a delicadamente recitar: Las curvas de tus caderas son como collares,/ obra de las manos de un orfebre, sintiendo cada uno de ellos inmensas perlas que con su calor incendiaban su vientre, y con su tersura le provocaban excitación permanente. Si él iba y venía acompasadamente dentro de esa cavidad húmeda y cálida, ella la estrechaba y la abría siguiendo el mismo compás, propiciándole ráfagas prolongadas de placer, de encanto, de lujuria, hasta que incapaz de controlarse, sintió que todo él se daba y explotaba dentro de ella, en una embestida despiadada que dentro de ello lo condujeron a la erupción ígnea en un estertor de placer y satisfacción.

Un quejido grave, sonoro, salió involuntariamente de su pecho, al que siguieron otros menos fuertes, aunque no menos intensos. Reparó entonces que todo había transcurrido sin decirse palabras, en silencio, y que él, aún totalmente dentro de ella, por primera vez expresaba sonidos, propios del placer, exclusivos de la dicha. Sonidos, no palabras, y constató que la dicha y el placer en su erotismo completo no requieren de palabras para ofrecerlo y entregarlo. Tremía y sin voluntad previa los impulsos hacia adentro continuaban, más suaves, pero igual o aún más placenteros. Ella lo apretaba, impidiéndole huir si acaso el miembro cálido y ahora húmedo lo intentara.

Besó su espalda con dulzura. Con el rostro pegado a su piel y comprobando que la bata, en algún momento, había dejado de cubrirla, le acarició cuello, hombros, espalda, dedicando largos instantes para mordisquear el lóbulo de su oreja derecha. No tenía el más mínimo deseo de abandonar aquella gruta, y ella, entendiéndolo, aún apretaba sus músculos para impedirle abandonarla.

Suave, lentamente fueron separando sus cuerpos. Agotado fue retirándose de tan calurosa y deliciosa morada. Agitado aún y con los pantalones anudados en sus pies ocupó la silla en la que ella había permanecido solitaria. Recuperaba el aliento, retomaba el control de sus movimientos. Recogió la bata y, con un gesto suave se la ofreció para cubrirla de nuevo. De pie, frente a él, en un primer momento quiso atarla y cubrirse por completo, más, al verlo allí, sentado, casi desnudo, no pudo contener el deseo y, segura de que, como dice el canto, ¡Mi amado es para mí/ y yo soy para mi amado,/ que apacienta su rebaño entre los lirios!/ El encanto incomparable de la Amada, abriéndose completamente se sentó lentamente sobre sus piernas, pasando en el descenso sus redondos y endurecidos senos por su boca, dispuesta a despertar de nuevo su deseo.

Le ofreció sus labios y, en tanto con los ojos entrecerrados mordía con cuidado los de él, su mano comenzó a juguetear con su sexo, para entonces medianamente flácido. Al solo contacto con el calor de su mano la erección dio inicio. La atrajo contra sí y con suavidad comenzó a besar sus pechos. Devoró primero uno, para luego tomar el otro y detener labios y dientes en el pezón del otro. Abierta de piernas sobre lo más alto de sus muslos su cuerpo todo expresaba ¡Que mi amado entre en su jardín/ y saboree sus frutos deliciosos!, versos con los que de manera clara el rey sabio nos dejó evidencias que el placer erótico es al final de cuentas la materialización de la gloria.

El ya endurecido músculo ingresó de nuevo en su sexo, al que de inmediato aprisionó con pasión y fuerza. Poco a poco, segundo a segundo, fueron haciendo coincidir sus ritmos. La frotación mutua le hacía a él endurecerse aún más y, a ella, comenzar a sentir de nuevo esa necesidad por apretarse con él adentro. Humedecida, la sensación de tenerlo se iba haciendo cada vez más profunda, instándola a subir y bajar sobre él con más ahínco, mientras él, de igual manera, intentaba a cada impulso alcanzarla en lo más hondo.

Agitados, en ese subir y bajar con su carnes unidas, sus labios se buscaron y se bebieron, apretados uno contra el otro, en el que el rítmico entrar y salir, atrapar y dejar ir momentáneos les hacía encontrarse, conocerse, saberse. Darse y encontrarse. Sintiendo que su placer más íntimo, el surgido desde lo más recóndito de sus entrañas tenía su razón y sentido en el otro, pero a la vez en la búsqueda intensa de sí mismos. Eran excitación mutua, que no existía sin el roce genital intenso, pero que era placer propio, nacido de sus propias ansias y deseos. Se daban intensamente al otro porque en ello se sintetiza su propio placer.

Jadeantes, estrechados, sus rostros tendieron a alejarse. Para poderlo poseer por completo y extraer de él todo su placer debió inclinarse brevemente hacia atrás, donde él con sus brazos la detenía, necesitando de su inclinación para subir y bajar con él adentro. La sintió apretarle con toda la fuerza de su vientre, en un estertor de deseo que le obligó a explotar, a un ir y venir minúsculo pero abierto, expulsando dentro de ella todo el torrente que dentro de su cuerpo se había acumulado.

***

El viento de la noche recibiendo al nuevo día sopló contra las ventanas y ellos, aún de frente y unidos por sus sexos, comenzaron a volver de sus propias nubes, recuperando el calor natural de los cuerpos que sin la energía de la pasión y el deseo viven y deambulan por el mundo. Lentamente y contrariando sus deseos fueron separándose, haciendo a cada momento menos estrecho el abrazo que aún les unía. Enderezarse y dejar el cálido y excitante asiento de sus piernas le resultó casi un suplicio, pero el encuentro de su mirada con el cuerpo que inerte y silencioso había asistido a la celebración solemne de su reencuentro como mujer la hizo ponerse de pie, recoger la pequeña bata y, con un beso cálido en cada uno de los párpados del aun agitado amante corrió a su alcoba para vestir el rojo bikini de encaje que había escogido como prenda única para dormir, colocándose una cálida y acolchada bata marrón oscuro para dar a su cuerpo el calor acogedor que en esos instantes necesitaba.

Mientras tanto él, presuroso, recuperó su ropa para vestirse de nuevo tratando de acomodársela lo mejor posible. De inmediato sus ojos se posaron sobre aquella masa de músculos y huesos que hasta hacía algunos minutos, tal vez horas, habían formado parte de quien había sido su compañero y socio de trabajo. Tratando de mantener la calma se acercó a él y, en un acto reflejo que le pareció durar eternidades, le bajó los párpados, cortinas que si al inicio ofrecieron alguna resistencia pronto cayeron sobre las pupilas que ya sin vida, fueron incapaces de registrar aquel rito de pasión y deseo que frente a él recientemente habían oficiado. Intentó también cerrarle la boca, pero el gesto de dolor y angustia había quedado petrificado en sus mandíbulas que, separadas, parecían expresar para siempre el lamento de no haber sido capaz de compartir con ella todo ese placer ahora frente a él manifestado.

Buscó en los directorios a mano el número telefónico de la empresa de servicios funerarios que él tenía contratada y rápidamente les dio sus datos, el del recién fallecido y la dirección, informándole que en el menor tiempo posible estarían recogiendo el cuerpo. Informados, los medios de comunicación se harían eco de su desaparición, anunciando en páginas interiores el fallecimiento repentino del conocido profesional de éxito, que cuando joven dejó la vida religiosa por causa de un escándalo nunca demostrado.

Ella escuchaba la conversación sentada en la misma silla donde él la había encontrado, solo que esta vez de frente al recién fallecido y con el semblante tranquilo y la mirada viva. Era un adiós sin tristeza, una despedida sin entusiasmo. Algo que hacía algún tiempo había desaparecido entre ellos ahora surgía con nuevos bríos en otro cuerpo, en otros labios, con nuevos ritmos.

Le pidió que se quedara hasta la llegada de los encargados funerarios y, mirándose por ratos, no fueron capaces decirse palabra alguna sobre lo sucedido, temerosos tal vez de quebrantar aquellos tenues pero brillantes cristales desde los cuales veían ahora el gusto y placer que se habían intercambiado.

Sola, frente al ahora inerte ser, aún descalza recogió el saco que en el estertor de la muerte había caído sobre el piso. Revisó los bolsos y le extrañó encontrar el pase de cortesía a una exhibición de ballet folklórico en uno de los principales teatros de la ciudad y no dejó de molestarle que, en el verso de la invitación, una boca femenina había estampado el rojo intenso de su pintalabios. No sabría nunca si el preámbulo de su muerte habría sido un espectáculo de danza, y no pensó en ello sino muchos años después.


Todas las imágenes de este texto son de Patrizia Falcone y Gerardo Amato, de la película Ad un passo dall’aurora (1989), dirigida por Mario Bianchi, basada en la novela Relato soñado de Arthur Schnitzler.

Este cuento aparece en el libro «Sacrilegio» (inédito), cuyo manuscrito llegó anónimamente a uno de los directores de gAZeta hace poco más de un año.

Marcial José Escribá Degollado

Escritor turco español, doctor en matemáticas, profesor y popularizador de las ciencias puras, amplio conocedor de la literatura hispanoamericana. Murió trágicamente, junto a más de una centena de personas el 10 de octubre de 2015, cuando en la estación de tren en Ankara participaba en el mitin Por la paz, el trabajo y la democracia, siendo objeto de un atentado por los sectores ultraconservadores.

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