-Marcial José Escribá Degollado-
Variaciones sobre un tema de Arthur Schnitzler
El auto iba a una velocidad moderada, los semáforos que intermitentemente alumbraban con su señal de peligro exigían conducir con mayor cuidado. Pocos o casi ningún automóvil transitaba aquella hora, lo que obligaba a conducir con más cuidado, pues en cualquier cruce de calles podría aparecer un conductor irresponsable que, irrespetando las señales, produjera un accidente.
La distancia entre sus casas no exigía en estas horas de la noche más de quince o veinte minutos, trayecto que durante el día podría durar horas. Posiblemente por ello, pensó, casi nunca se encontraban en su casa sino, cuando debían conversar fuera de la oficina, lo hacían en restaurantes y lugares públicos. Hacía más de una década que habían comenzado a trabajar juntos, conociendo sus capacidades le propuso hacerse cargo de un área de trabajo que él no podía atender. Pronto le hizo socio minoritario, y cuando adquirió el lujoso apartamento en las afueras de la ciudad le propuso comprar también uno, pero no tenía él los recursos suficientes para hacerlo, además de parecerle un área ajena a sus gustos y costumbres. Supo luego de su boda con una joven de origen extranjero vendedora de bienes raíces, más de diez años menor, a quien solo llegó a conocerla meses después cuando pasaba a recogerle a la oficina. Sin ser del todo extravertido, su compañero y socio era mucho más sociable que él, conversaba con todos y, en particular con las mujeres, promovía charlas alegres y con comentarios generalmente en doble sentido, acariciándose en los silencios el bigote muy bien recortado en el que las canas eran ya mayoritarias. A él no le gustaban esas conversaciones, y a pesar de considerarlo adecuado, pocas veces salía con los de la oficina a celebrar cumpleaños, buenos negocios u otras celebraciones. Le acusaban de aburrido y aislado, pues prefería lugares menos bulliciosos, conversaciones más formales o irse a refugiar en su casa entre sus libros y música.
A ella la trató en varias ocasiones, pero sin haber pasado nunca de un breve saludo e intercambiar algunas frases de cortesía. Le pareció siempre una mujer hermosa, sensual, cortés y dinámica, de una fuerza juvenil que la hacía a veces parecer mayor de lo que era, y otras una niña bulliciosa. Sus ojos grandes y claros atraían el interés de sus interlocutores, y con su voz suave y delicada hacía que las simples frases de cortesía parecieran de una calidez e intimidad inigualable. Si alguna vez se miraron a los ojos pronto suavizaron el contacto para volver a tratarse con cordial distancia. Relativamente baja de estatura, su andar acompasado y alegre le pareció alguna vez insinuante, pero la había tratado y visto tan poco que al escucharla no reconocería inmediatamente su voz.
Fue por todo ello que su llamada le produjo asombro. Estaba por acostarse, luego de revisar varios asuntos que al día siguiente tenía que dejar procesados y avanzados, cuando el teléfono sonó insistentemente. Creyó que sería una llamada equivocada, pues a esa hora de la noche no tendría porque nadie de su reducido grupo de amigos y familiares llamarle. Es más, aún ahora no puede explicarse porque fue necesariamente a él a quien recurrió en este momento. No sabía que tuviera sus números telefónicos, ni consideraba entre ambos más que relación que la meramente laboral y comercial. Pero, lo más probable era que él no tendría a nadie más próximo en la ciudad y ella creyó que lo más conveniente sería informar y solicitar ayuda a quien en buena medida era ya el segundo responsable de la oficina.
En realidad no había sido una conversación demasiado larga. Más bien fue lacónica y directa. Fue solo levantar el auricular para que ella le comunicara sin más preámbulo la noticia. Quedó de una pieza, sin poder decir mayor cosa. Tal vez por ello lo único que pudo decir fue «voy para allá» sin considerar que posiblemente su presencia era la menos indicada en una situación de esas. Se vistió de nuevo y con prisa, sin considerar la situación se abrigó con un saco café por encima del suéter verde que ese día había utilizado. Tonos suaves, poco indicados para la emergencia a la que acudía.
Pensó en llamarla y preguntarle si en verdad su presencia era útil y necesaria en esa hora, pero consideró falto de toda cortesía llamar para en cierta medida decir que no tenía el más mínimo interés por estar a esas horas en esa situación que, de tan íntima, le resultaba ajena por completo. Prefirió seguir de frente, intentar dejar el carro en las proximidades, saludar y cuanto antes volverse a casa para descansar lo suficiente, pues el día siguiente sería complicado dado lo inesperado de los acontecimientos. En el breve intercambio telefónico ella le había dado el código electrónico para abrir la puerta principal, por lo que aparcado en el primer lugar posible marcó los cuatro dígitos y se dirigió al moderno elevador, corroborando antes el piso en el que residían, pues no tenía certeza cuál de todos era. Notó en la entrada un inmenso jarrón de flores, e imaginó cuantas veces el amoroso esposo le habría llevado tal encanto y preciosidad de plantas. Se les sabía felices, estables, aunque últimamente ella ya no participara de las fiestas y encuentros que él organizaba con las colegas y compañeros de oficina.
Dentro del elevador, solo en aquella fría sala de metal que lo ascendía corroboró que para él no solo habría sido imposible adquirir un departamento de esos, sino molesto vivir entre tanto lujo insinuado y mostrado, mucho de ello falso o de imitación. Rápidamente hizo números y se preguntó cuánto podría haber ganado su socio antes de conocerle para que pudiera haber adquirido una residencia de ese porte, pues si bien estaban teniendo buenos ingresos, no eran como para permitirse semejantes gastos. Puesto en la puerta dudó en tocar la campanilla pero, notó de inmediato que la puerta estaba entre abierta, posiblemente para permitir la entrada sin avisar de todos los que ya habrían sido informados del hecho y que, probablemente ya estaban dentro. Sin embargo, nada se escuchaba, por lo que con sigilo fue empujando la puerta, tratando de no interrumpir alguna callada conversación ni afectar a los vecinos con ruidos a esas horas.
Imagen principal de Patrizia Falcone y Gerardo Amato, de la película Ad un passo dall’aurora (1989), dirigida por Mario Bianchi, basada en la novela Relato soñado de Arthur Schnitzler.
Este cuento aparece en el libro «Sacrilegio» (inédito), cuyo manuscrito llegó anónimamente a uno de los directores de gAZeta hace poco más de un año.
Marcial José Escribá Degollado
Escritor turco español, doctor en matemáticas, profesor y popularizador de las ciencias puras, amplio conocedor de la literatura hispanoamericana. Murió trágicamente, junto a más de una centena de personas el 10 de octubre de 2015, cuando en la estación de tren en Ankara participaba en el mitin Por la paz, el trabajo y la democracia, siendo objeto de un atentado por los sectores ultraconservadores.
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