Cantar de los cantares (I)

-Marcial José Escribá Degollado-

Variaciones sobre un tema de Arthur Schnitzler

La noche había entrado con oscuridad intensa, haciendo el silencio de las calles más notorio y lúgubre. Si algunas estrellas titilaban en el cielo, las nubes grises se habían encargado de ocultarlas. El rumor del viento en las hojas de la arboleda que dividía la calle arrullaba a las, hasta hacía unas horas, bulliciosas aves. Como ya era costumbre, apenas comió algo de lo que había preparado para la cena y, luego de dejar vacía y desnuda la elegante mesa oval para ocho personas, decidió refrescar el cuerpo con una ducha nocturna.

Lejos habían quedado las épocas en que entusiasmados hacían de la última comida del día un encuentro ameno y, algunas veces, rodeado de sensualidades mutuas. Era la época en que juntos recitaban aquello con lo que el rey sabio iniciara su canto «Bésame una y otra vez, / porque tus amores son más dulces que el vino./ ¡qué fragante es tu perfume! / Tu nombre es como fragancia que se esparce». Comían entonces en la pequeña mesa de la cocina, muchas veces sin terminar de hacerlo porque sus sensualidades eran más imperiosas que el hambre.

Al presente él insistía en hacerlo en aquella enorme mesa, distantes y sin mayores intercambios afectivos, muy próximo del televisor cuyas imágenes captaban siempre su atención. Ahora era cada quien en su mundo, ella iniciando la tarde en soledad, hasta llegar a la cama en silencio y dentro de sus propios recuerdos y proyectos. Él inmerso en sus actividades, sus llegadas eran cada vez más tardías y sin mayor ánimo por hacer algo más que sentarse ante el televisor y apurar alguna bebida alcohólica. La mesa, cuando él no avisaba que llegaría cenado, quedaba puesta y la comida fría, lanzada luego sin remilgos a de la basura.

Esta vez no había sido diferente, ya entrada la noche recibió el aviso de que no llegaría a cenar, posiblemente porque alguna actividad profesional se lo impedía. Cuando lo escuchó llegar ya estaba en el baño. Se saludaron con un ¡hola! fuerte, sonoro, pues el repiquetear del agua tibia que recorría su cuerpo le hacía más lejanos los sonidos venidos desde la sala. Se dejó llevar por la frescura de los delicados chorros que le bañaban, pasando suavemente las manos por su piel húmeda, imaginando caricias que hacía meses no recibía, y no pudo evitar repetir «morena soy, oh hijas de Israel, pero codiciable», aunque su bronceado fuera producto de los efectos de cuidadosas exposiciones al sol. Y es que su piel levemente bronceada la hacía atractiva, reforzando la firmeza de esos muslos que generalmente dejaba medianamente al descubierto con minifaldas de suave tela y vistosos colores. Con su caminar alegre y cadencioso, a pesar de su baja estatura no pasaba desapercibida, y le encantaba saber que admiraban tanto su figura como su gracia, su buen humor y su meticulosidad en el trabajo.

Debajo del agua refrescante ella tremía totalmente de solo imaginar placeres conocidos e inventados y, como le sucedía algunas veces, lo imaginó entrando ansioso para, con la ternura y el deseo de antes, untarla de crema para luego, con un abrazo intenso, unirse activa y desesperadamente hasta alcanzar ambos aquel placer que durante los primeros meses de su unión parecía aumentar noche tras noche. No pudo sino recordar con nostalgia los versos del rey polígamo que en alguna época de su infancia había aprendido «¡Oh, si él me besara con besos de su boca! / Porque mejores son tus amores que el vino. / A más del olor de tus suaves ungüentos, / Tu nombre es como ungüento derramado».

Decidió permanecer más tiempo jugueteando con el agua y con su cuerpo, pues al contrario de los últimos días el sueño tardaba en abrazarla. Él pasaría aún largo tiempo asistiendo sin ver fracciones de historias distintas, pulsando el botón de cambio de canales de adelante para atrás y viceversa, hasta que, aburrido, decidiera ir a la cama. El deseo y las ansias por disfrutar le hicieron buscar en su mente imágenes que le estimularan; su piel se erizaba, pero no lograba encontrar la calma suficiente para disfrutar plenamente. Al deseo intenso le acompañó el recuerdo de la forma brusca y egoísta con la que últimamente la trataba. Si antes se preocupaba por hacerla sentir placer, ahora las pocas veces que la buscaba lo hacía hambriento, sin el menor cuidado y dispuesto a satisfacerse mecánicamente cuanto antes. Ya no se demoraba en los juegos previos, un gallo habría sido mucho más lento y delicado, había pensado cuando insatisfecha y dolorida se quedaba tendida en la cama encontrando en el techo del dormitorio las explicaciones a su terrenal desencanto.

Retiró con cuidado los breves vellos que se insinuaban en sus piernas, llegando a intentar rasurarse plenamente el pubis. Ya una vez lo había hecho, pero él criticó su acción considerándola propia de mujeres livianas y sin moral. Así que, como de costumbre, apenas si retiró aquellas vellosidades que quedaban esparcidas y distantes de su monte de Venus y que no podían ser cubiertas por las tangas que frecuentemente usaba. Deseaba sentir labios y lengua jugueteando con su sexo, pero bien sabía que no era de su interés, pues la vez que llegó a insinuarlo tuvo como respuesta una mirada dura y la suspensión del juego erótico recién iniciado. Creyó en otro momento posible ser ella quien con sus labios acariciara su erguido miembro, pero la vez que lo intentó la rechazó con violencia, insistiendo que esas cosas no eran para parejas normales.

No obstante, ella estaba segura que el hombre que en el auto de la asistente era acariciado intensa y decididamente en esa parte del cuerpo era él. No se había atrevido a aproximarse para verles de manera directa, pero el perfil era el suyo, extendido en el asiento del copiloto mientras ella, en el del conductor, estaba totalmente de bruces contra su bajo vientre, la inicial pero evidente calvicie y canicie eran idénticas a las suyas, como la forma de la espalda y el tipo de ropa que el sujeto del auto vestía. Había sucedido aquel día cuando sabiéndolo sin auto había dispuesto pasar a recogerlo a su edificio, sin avisarle, para supuestamente darle una grata sorpresa.

En la oficina le habían dicho que hacía mucho tiempo que se había despedido y largado, pero cuando recorría el sótano para retornar a su auto creyó ver movimientos extraños en el de la asistente, por lo que curiosa, cautelosamente, se aproximó hasta poder ver desde uno de los lados lo que a en su interior sucedía. La mujer de la negra cabellera que se inclinaba sobre el bajo vientre de su acompañante era, sin duda, su asistente principal y el hombre que con el pantalón abierto sostenía su cabeza en el espaldar con el mirar perdido era, dudaba, el que ahora soñoliento asistía a alto volumen la televisión en la sala. La dueña del auto tenía el cierre de la espalda del vestido abierto, y las manos de su acompañante apretaban hacia abajo su cabeza, con los dedos enredados entre sus negros y largos cabellos.

La escena le había impactado y había salido acelerada de aquel sótano en el que ya muy pocos autos quedaban. Nunca se había animado a preguntar, mucho menos a continuar indagando, pero la duda hacía que estuviera distante, y le parecía que era desde aquellas fechas que él había comenzado a ignorarla, a tratarla con fría cortesía. Aparentando en público intimidad y afecto profundo, mientras en aquel amplio apartamento apenas si sucedían escasas e insatisfactorias relaciones.

Las manos sedosas, colmadas de crema humectante recorrieron piernas y vientre y, en un intento por alejar deseos y sensaciones, esparció el resto por brazos y manos, sabiendo que el solo toque de su entrepierna le haría despertar ansias por días contenidas. Había intentado adquirir uno de aquellos instrumentos útiles para el placer en solitario, pero de solo imaginar que lo encontraría y no sabría decir la necesidad que de ellos sentía pospuso la compra muchas veces. Le sugirieron los cónicos, silenciosos, los de suaves hojas de plásticos que al rotar a distintas velocidades podrían imitar una lengua acariciando, los erectos con movimientos diversos, duros y blandos, grandes y pequeños, pero al final de cuentas no adquiría ninguno, imaginando que su solo descubrimiento podría ocasionar una ácida discusión con efectos insospechados.

Optó por salir del baño para, luego de enjugar el agua con una cálida y amplia toalla, arroparse con aquella media bata de seda celeste que, cubriéndole hasta la mitad del muslo, le dejaba libre por completo, con cierta sensación de frío que le hacía querer ir a la cama cuanto antes, cubrirse por completo con el cobertor pero quedándose total o parcialmente desnuda. En el amplio guardarropa, recorrió con las manos vestuarios y demás prendas para encontrar la que el día siguiente usaría. Optó por una blusa de seda fucsia y una falda corta de un negro brillante, que con su chaqueta de mangas tres cuartos imaginó le daría esa presencia sería y a la vez juvenil de la que día a día hacía gala. Dispuso, como lo hacía siempre, dejar junto a ellas la ropa interior que usaría, habiendo seleccionado un par de prendas delgadas y color carne que a la vez que marcaban con firmeza sus líneas le resultaban cómodas y agradables.

Se sentía animada y contenta, a pesar de no haber alcanzado satisfacción ninguna a sus deseos, dejando en el olvido que aquel hombre que asistía sin ver el televisor despreciara sus besos y caricias, que sin saber las razones había dejado de entregarle el goce sexual en su máxima intensidad. En el silencio de la noche el sonido del televisor se hacía más intenso, por lo que optó por decidir después si se cobijaría en la cama con o sin bragas. Escogió una tanga roja, de encaje, que finalmente dejó sobre la cama mientras iba a la cocina por un vaso de agua. No podía evitar sentirse sensual y atractiva, aunque esas prendas que podrían resultar insinuantes solo le sirvieran para ir a dormir sabiéndose hermosa, deseada en la calle y despreciada en su casa. Calzó unas acolchonadas y amplias zapatillas también celestes y se fue a la cocina.


Imagen principal de Patrizia Falcone y Gerardo Amato, de la película Ad un passo dall’aurora (1989), dirigida por Mario Bianchi, basada en la novela Relato soñado de Arthur Schnitzler.

Este cuento aparece en el libro «Sacrilegio» (inédito), cuyo manuscrito llegó anónimamente a uno de los directores de gAZeta hace poco más de un año.

Marcial José Escribá Degollado

Escritor turco español, doctor en matemáticas, profesor y popularizador de las ciencias puras, amplio conocedor de la literatura hispanoamericana. Murió trágicamente, junto a más de una centena de personas el 10 de octubre de 2015, cuando en la estación de tren en Ankara participaba en el mitin Por la paz, el trabajo y la democracia, siendo objeto de un atentado por los sectores ultraconservadores.

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