Cajixay

-Enrique Castellanos / ENTRE LETRAS

En el camino de ida a la ciudad de los celajes llovió todo el tiempo. Estuve ausente por un rato. Recurrentes ventanas de la vida se sucedieron de a poco, quizá, abriéndose más allá donde otra cara extendida de la pobreza existe y la inequidad y la desigualdad y el abandono y el despojo saltan de las páginas de los libros para dejar de ser teoría.

Tras una hora de descanso en Santa Cruz y un café que sabe a chocolate, continuamos hacia la región Ixil. Como yendo hacia las nubes comenzó a sentirse el frío. Había dejado de llover y durante un tiempo un tímido sol resplandeció en la distancia. Años atrás, transitar esa ruta llevaba casi el doble de tiempo por los retenes que instalaba el Ejército. Ahora hay otros miedos en el camino y demasiados baches.

Saturados de lluvia, salpicados de colores, entre momentos de luz y nubes por fin llegamos. Minutos más tarde, una pequeña habitación nos resguardaba del frío. Esa noche apenas quedaba energía para salir al balcón. Afuera, la cúpula del cielo se llenaba de intermitentes relámpagos. Segundos después, la noche fría de Nebaj cabalgaba el valle de los sueños.

Al siguiente día nuestro norte era Cajixay. Camino agreste y pronunciado, pequeñas casas de adobe a la orilla, tierra oscura, lodo y piedras. Enclavada en un rincón de la historia, Cajixay surge con los Cuchumatanes a cuestas.

Cuando llegamos, buscamos la escuela y ella se presentó ante nosotros. Ubicada al fondo de un campo verde, allí estaba. La blanca pared del frente con su puerta al centro de dos ventanas resaltaba en el entorno. Dos estrellas plateadas pintadas al final de un arcoíris eran visibles desde lejos. Al acercarnos vimos que toda la pared tenía raíces dibujadas en la parte de abajo, las cuales sostenían un cielo. Al entrar, un grupo de maestras y maestros nos aguardaba. Sobre las mesitas, batidores de colores con café humeante. Este era el primero de una serie de talleres que sobre metodología de memoria histórica íbamos a compartir en la región Ixil. Participantes y facilitadores haríamos el recorrido por Cajixay aldea de Cotzal, Acul de Nebaj, Chel y Estrella Polar de Chajul y finalmente en Santa Avelina también de Cotzal. Toda la región fue duramente golpeada por la política contrainsurgente de los setenta y ochentas y la estrategia de tierra arrasada impulsadas desde el Estado y el Ejército Nacional.

Cada lugar donde se vea, donde las pupilas posen su atención, donde la mirada se detenga, surge algún detalle, alguna brizna, algún vestigio de la guerra. Aunque no se piense en eso, el pasado vuelve. Una especie de misterio envuelve el entorno. Los caminos, los pinos, los prados, las lomas, los bosques, la gran Chamá, la inmensa Cuchumatanes. La tierra habla. El viento habla. El cielo y las nubes hablan. Las voces perdidas en la noche, el fuego saliendo. El llanto, el grito. La tormenta habla. El miedo habla. El silencio habla.

Otro día. El zumbido del viento me despierta. Esta mañana la vida comenzó con llovizna. Al correr la cortina de la ventana tres chozas de adobe y teja van surgiendo de entre la niebla, rodeadas por un verde prado con surcos dobles y pinos altos destilando agua. El camino de piedra y barro brilla ahora con la lluvia que refleja. Durante un instante me entretuve pensando en el tiempo que vendrá. El viento parecía arreciar y caracoleaba la ventana como queriendo entrar con toda su fuerza. Sentado frente a la ventana vi lo que parecía ser un viento frustrado que se iba de vuelta por los surcos serpenteando las matitas que parecían ser pilones de café.

Frente a esa diminuta ventana de madera y cristales, otra ventana de la vida emergió. Años atrás, desde la cómoda ruralidad de Québec pasé unos días en una cabaña junto al lago Laurel de la región de St. Gerome en Montreal. La cabaña del lago era rústica de grandes ventanales que dejaban ver buena parte del lago y acondicionada para soportar los más intensos inviernos. Comenzaba el otoño y las hojas de arce se transformaban rápidamente de amarillo suave a rojo encendido, cediendo finalmente a la gravedad del otoño. Por las tardes solía caminar por un camino amarillo e imaginaba que llegaba a algún rincón del occidente guatemalteco. Cierta relación hay de los lugares con los ciclos de la vida y las estaciones del tiempo. Cajixay me lleva de nuevo a aquella cabaña del lago y este despertar parece más bien una mañana de Montreal. Horas más tarde, nuestro taller sobre memoria histórica se desarrollaba en medio de una cellisca fría.

Por la tarde, había aclarado un poco y salimos a dar unos pasos atrás de la escuela, donde había un pequeño vivero de práctica para estudiantes. En la vereda entre vivero y escuela algo llamo mi atención y me salí del grupo, caminé unos pasos más y justo allí estaba, una pequeña flor fucsia parecía sonreírme. A su alrededor grama, hierba y promontorios de musgo entre pequeñas raíces. Me impactó su color en medio del verde profundo.

Nos entretuvimos viendo las plantas y en especial una pared cubierta de flor de pluma. Guirnaldas de glicinias azules descendían balanceándose al ritmo del viento. De pronto llegó Pedro, un abuelo de porte sereno y calmo. Llevaba una bolsa de pan entre sus manos y quitándose el sombrero puesto sobre la capucha de la capa de nylon se inclinó levemente para saludar. A la vez, todos lo saludamos y agradecimos su presencia. Una charla sencilla sobre las glicinias se fue convirtiendo en filosofía pura mientras saboreábamos un café con olor a canela.

El abuelo Pedro en pocas palabras nos dijo: somos Maya Ixiles de raíz. Vivimos aquí con nuestros antepasados, los que habitaron antes viven todavía, solo que nosotros no los vemos. Ellos a nosotros sí. Por eso los lugares, los caminos, los árboles nos hablan de ellos siempre. A veces nos envían señales y nosotros con el tiempo las vamos descubriendo.

Su voz serena nos contaba historias tras historias hasta que, girándose suavemente y quedar de frente a la parte trasera de la escuela nos dice: «a esta escuela vino una mañana el fuego desde el aire». Era un día soleado, vivíamos tranquilos aquí, sembrando en nuestras parcelitas un poco de todo para sobrevivir, hasta caña de azúcar y trigo. Con nuestras familias teníamos nuestras trojas de maíz y se hacía tejidos de algodón, hasta sombreros y uno que otro instrumento musical. Soñábamos con que algún hijo o hija de la aldea pudiera llegar hasta la universidad. Era mayo como hoy, habíamos terminado los alimentos de la mañana cuando oímos que los perros ladraban mucho. A lo lejos comenzó a oírse el ruido de helicóptero. Lo vimos sobrevolar la aldea, de pronto se vino como en picada y ametrallo la escuela, ¡esta escuela!. Como a la hora, unos 200 soldados cercaron la aldea para que nadie pudiera salir. Se quedaron ese día y muchos más, los que temprano habían ido a los sembrados ya no pudieron regresar. Se fueron a la montaña, se los tragó la montaña. Ese día perdí a mi hijo mayor que era maestro. Aquí no quisieron hacer «aldea modelo» porque dijeron que las montañas estaban muy cerca, siempre llevaban a las aldeas modelo personas que no eran de ahí para que no conocieran los caminos. A nosotros nos llevaron un tiempo a Santa Avelina hasta que pasó todo.

El silencio inundó el vivero, hasta el viento amaino. No puedo dejar de pensar en la función del silencio en la Historia, en la vida de los pueblos. El silencio, la mejor palabra no dicha, no nombrada, como la pausa, la nota no ejecutada… quizá la verdad en el pentagrama y de fondo, solinas y violines reclamando justicia. Pensé en la pequeña flor fucsia y comencé a interpretar el paisaje de la pared de enfrente de la escuela. Pienso en las raíces de la escuela sosteniendo el cielo y la relación tiempo-espacio expresado por el abuelo Pedro. Miles de historias de resistencia. Resistencia vida, resistencia recuerdo, resistencia pueblo. Resistencia de historia, resistencia de quiero ser, tengo derecho a ser. Infinidad de ausencias. Tanto dolor, tanta ternura esparcida por los campos. Tanta belleza perdida, ocultada, rezagada. Tanto dolor para tan bella gente y pueblos. Mares de lágrimas, voces que se perdieron, esperanzas, sueños que no fueron.

Me voy de nuevo a ver a la pequeña flor fucsia a la orilla del camino que entrelaza la esperanza de aquellos ojos maltratados por la envidia y la muerte con disparos desde el aire al lápiz que apuntalaba la vida. Los ochentas perduran en la célula que da vida al pistilo que sonriente llega al encuentro con mi pupila… ¡estamos vivos!, parece decir. Vence la vida y la esperanza en esta orilla del mundo que parió vida y vida…. y más vida a la orilla del camino. Cajixay no está más bajo fuego, Cajixay palpita hoy bajo asedio de la esperanza.


Fotografía principal tomada de Facilísimo

Enrique Castellanos

Educador popular, promotor del desarrollo. Voluntario de cambios estructurales y utopias.

Entre letras

5 Commentarios

Kenia 19/01/2020

Qué hermoso relato. Me conmovió la realidad de la historia.. Hermoso..

Narelle 06/03/2018

Thanks! And thanks for sharing your great posts every week!

Juan Carlos 06/03/2018

Siempre vivirá en nuestro diario vivir recuerdos de ese difícil tiempo que vivimos en los 80 s

Carlos Castro 03/03/2018

Te felicito por este articulo mi querido amigo Mauricio. Un fraternal abrazo. Cebolla

Fabiola 03/03/2018

Como siempre , excelente vivencia, gracias x hacernos participe de su caminar🤗

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