¡Basura…!

Rodrigo Pérez Nieves | Política y sociedad / PIEDRA DE TROPIEZO

Una mirada hacia atrás vale más que una hacia adelante.
Arquímedes

No hay un grito más destemplado ni más inoportuno que el del basurero. Deja este la carreta en el extremo de la cuadra, recorre enseguida ambas aceras, golpeando con fuerza en los llamadores y, colocándose la mano en la boca, grita en cada puerta:

-¡… sura!

Estos son los más civilizados. Los otros dan un grito cavernoso, ininteligible, algo así como un rugido que penetra por el zaguán, retumba en los patios y va a morir allá en la cocina, en uno de cuyos rincones yace por lo general el cajón de la basura, parecido al féretro de los hospitales que sirve para transportar a los muertos de hoy y vuelve enseguida para llevar los de mañana. Las casas acomodadas tienen generalmente un cajón reforzado, presentable, hasta decente si se quiere, si es que cabe decencia en un receptáculo de basuras; pero los cacharros más en boga para ese uso son las latas de aceite, palanganas desvencijadas, que se ven todas las mañanas en el borde de las aceras, listos para recibir la visita del basurero, atestados de toda clase de desperdicios: trapos, papeles, legumbres, huesos y todas las inmundicias que la prolija escoba se entretiene en recoger durante el día, desde la sala al último rincón de la casa.

En el cajón de la basura puede estudiarse la vida íntima de cada familia: lo que come, lo que gasta, lo que despilfarra, lo que ahorra, lo que trabaja y lo que viste. Es como el índice de la vida interior, el sumario de lo que ayer se hizo, el libro diario de la casa. Si los basureros fuesen observadores, acabarían por conocer a fondo a todos los habitantes de la ciudad, interiorizándose en sus usos, en sus vicios o en sus virtudes, con solo prestar un poco de atención a lo que sale de cada cajón de basura al vaciarlo en sus carros.

Los primeros que registran las basuras son los perros callejeros, esos pobres perros que no tienen amo, perros anónimos, con el cuero sobre las costillas, las patas flojas, la cola embarrada, que van de un cajón a otro en busca de gangas, mirando recelosos a todos los que pasan, como temiendo que cada uno sea el dueño de lo que ellos van a tomar.

La lata o el costal le sirven al basurero para acarrear la basura de adentro de algunas casas que, por no tener servicio o por rubor de exhibir sus desperdicios, pagan una propina para que los saquen. Y así, de cuadra en cuadra, se va llenando el carro, hasta quedar atestado.

¿Qué se hace del contenido de los setenta carros de basura que diariamente salen de la ciudad? Confieso que nunca se me había ocurrido averiguarlo, pero, curioso como soy por instinto, se me ocurrió ayer saber qué se hace de lo que la ciudad desperdicia, y sin darme largas para salir de la curiosidad, ayer mismo tomé el bus y me fui al paraje en que se deposita la inmundicia.

Seguí, pues, todo a lo largo de la tapia, recorriendo un trecho de unas tres cuadras, ya al llegar a la esquina… ¡horror!, me encontré con el reino de la inmundicia, vasto, hediondo, con montañas de desperdicios y abismos de porquería, flotando sobre toda la superficie una atmósfera de vapores agrios, que temblaban a la luz del sol con reverberaciones que mareaban la vista. Y en medio de toda aquella inmundicia, como dueños absolutos de aquellos pestilentes dominios, centenares de cerdos, gordos, ufanos, orgullosos de verse enseñoreados de tanta porquería, en la cual se revolcaban y hozaban con sus prolongados hocicos, como gozándose en revolver la podredumbre… sucios desde el hocico hasta el rabo, comiendo entre la inmundicia, bebiendo entre el fango, durmiendo entre la porquería, enamorándose en medio del hedor punzante que brota de aquella fermentación pútrida, alimentada día a día con nuevos elementos de corrupción, y junto con los cerdos, hombres, hozando como los cerdos entre la basura, disputándose con ellos las piltrafas, gruñendo todos al verme, como enojados de que pisase sus dominios una persona cuyo aseo era una profanación a la inmundicia en que vivían tranquilos y felices.

Cuando salvé los límites del reino de la inmundicia, dirigí una última mirada para abarcar en conjunto los detalles que dejo narrados. No vi más que perros, muchos perros y cerdos, revueltos con una veintena de hombres, disputándose unos y otros las piltrafas que desenterraban, unos con sus garfios de fierro, y los otros con sus hocicos puntiagudos.

¡No se asusten!, que no es nuestra ciudad. La crónica «La basura montevideana a fines del siglo XIX» fue escrita por Daniel Muñoz (bajo el seudónimo de Sansón Carrasco) y publicada en el diario La Razón, el 1 de agosto de 1883. Se extractaron solo algunas partes de este documento, son 108 años que nos separan, pero… ¿no encuentra una similitud actual con nuestra ciudad? Hagámonos la pregunta: ¿somos una ciudad desarrollada, culta y limpia a más de un siglo de distancia? Juzgue usted, y actúe.


Fotografía principal tomada de Prensa Libre.

Rodrigo Pérez Nieves

Ingeniero graduado en Alemania, columnista durante 12 años en el periódico El Quetzalteco, con la columna Piedra de tropiezo. Colaborador con los grupos culturales de Quetzaltenango y Coatepeque. Catedrático en la URL en la carrera de Ingeniería Industrial, sede Quetzaltenango. Libros escritos: Pathos entrópico (poesía y prosa), Cantinas, nostalgias de un pasado y el libro de texto universitario Procesos de Manufactura.

Piedra de tropiezo

Correo: pngeneral@gmail.com

Un Commentario

arturo Ponce 26/08/2019

Un buen retrato de lo que hoy son todas nuestras poblaciones mi querido Rodrigo, ninguna similitud, es una realidad y mas creo que empeorada. Por allí debemos empezar para ordenar nuestra patria, por manejar los deshechos.

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