Matheus Kar | Arte/cultura / BARTLEBY Y COMPAÑÍA
Mario Montalbetti, en Cualquier hombre es una isla, recoge la anécdota de un monje zen que es invitado al DF (ahora llamado CDMX) a dar una conferencia. Cuando se abrió el espacio para las intervenciones del público, un individuo preguntó: «¿Existe la vida después de la muerte?». El monje, naturalmente, estalló en una carcajada y luego respondió: «Me disculpo por reírme, pero es que esta es la vida después de la muerte».
Como todo buen humanista, Mario Montalbetti le busca otro pie a la felina anécdota. Lo mismo sucede, asegura el peruano, con la respuesta a la pregunta por el futuro de las humanidades: «Gran carcajada + ¡este es el futuro de las humanidades!».
Ahora bien, si este es el futuro de las humanidades, por qué cada vez abundan más carreras como liderazgo, gestión, innovación, comunicación integral, desarrollo emprendedor y (aunque parezca risible) branding emocional o coaching ontológico. ¿Se imaginan, ustedes, a Heidegger de coach o a Maturana hablando de autopoiesis en Wall Street? Curiosamente, estos significantes del mercado no son ni ciencias ni humanidades, sino una especie de limbo cognitivo. Claro que la seriedad del asunto es para matarse de la risa, como el monje zen de la anécdota, porque el grado que pueden alcanzar estos prácticologos límbicos no es el grado de bachiller, máster, ni doctor, sino el de «gurú».
Si el mercado laboral está acaparado por estos gurús, ¿a dónde llegan a parar los humanistas? El filósofo, sociólogo, psicoanalista y crítico cultural esloveno Slavoj Žižek dice que los humanistas han cambiado el .com por el .org. Esto quiere decir que las humanidades se han oenegizado; son financiadas por el capital extranjero o por monstruosos altruistas con mezquinas intenciones. Para cualquiera que necesite llevar un plato de comida a su casa, está bien. Pero ¿cuál es el problema con esta lógica, la cual es una lógica fundamental del día a día? Las oenegés, tal y como las conocemos, con su labor humanitaria y salubre, entorpecen y crean Estados acomodados. Si las oenegés dicen traemos apoyo extranjero para atender a las víctimas del volcán, el Estado no se preocupa. «Las oenegés lo arreglaran», dice el Estado. Si las oenegés desean educar sexualmente a la población, el Estado se ahorra el presupuesto para esa labor y lo traslada a los militares. Las oenegés indirectamente forman parte de este bucle de acomodamiento de un Estado ya de por sí perezoso. Lo mismo sucede con otras labores altruistas, evasiones de impuestos disfrazadas de «solidaridad», como el Mac Día Feliz o la Teletón. Se debe entender que la salud y la educación no son un privilegio sino un derecho.
¿Y cómo llegamos acá? ¿Qué pasó para que la lógica cultural de la historia cambiara tan drásticamente, aunque normalizada en estos días? Es posible identificar cuatro momentos urbanos en la historia de la universidad. En un primer momento, la universidad no contaba con arquitectura propia pero sí con gran circulación urbana. Digamos que el conocimiento era clandestino, y estos sofistas peripatéticos, encargados de proveer conocimientos a los transeúntes, nunca necesitaron administradores, se paseaban como taxistas del saber por todas las ciudades y ofrecían sus servicios a quienes desearan pagarlos; lo cual siempre resultaba un buen negocio porque ambas partes ganaban. Más tarde, con la supremacía eclesiástica, aparecerían las universidades amuralladas, las medievales. Allí fue cuando surgieron los primeros administradores y quizá los primeros modelos definitivos de universidad. Cabría preguntarse, ¿de qué se protegían?, ¿cuál era la necesidad de amurallar el conocimiento?
Siglos más tarde surgirían las ciudades universitarias, espejo de las grandes ciudades: con paradas de bus, campos de futbol, estacionamientos, señales de tránsito, cafeterías y áreas verdes para los románticos apurados.
En el siglo XXI, o sea los dosmil, tenemos la «universidad trivial». Trivial, del latín trivialis, significa «que se halla por las encrucijadas». Y estas encrucijadas no son más que las tres partes en las que se halla enredada la universidad moderna: el Estado, la Iglesia y la iniciativa privada. Este enredo hace cada vez más necesaria una administración estratégica para balancear cada una de las exigencias de estos tres motores.
Sin embargo, en Guatemala, ni el Estado ni la Iglesia provee empleo, es la iniciativa privada la que, como es obvio, acuchucha los polluelos recién graduados. Esto obliga a la universidad a responder a ciertos criterios, como la eficiencia en producir exactamente el tipo de conocimiento que será útil para que el capital desarrolle sus tareas de producción y consumo. Como resultado, las universidades impulsan grupos de egresados preparados para vivir en eso que virtualmente llamamos «el tiempo real». Entonces, las carreras responden a tiempos determinados de la historia. O, más bien, a tiempos ahistóricos, la mayoría de carreras están instruidas para responder al aquí y el ahora, a la virtualidad, al post facebookero que es enterrado por la actualización de nuevos estados. La verdad ha sido remplazada por la información, los derechos por los privilegios y el Estado por las oenegés.
Si este es el futuro de las humanidades, ¿por qué todo parece apuntar a que los gurús, los números y las trivialidades han ganado? Por eso mismo, exactamente: el número no cambia y por lo tanto no tiene futuro. Es la letra la que se adapta y cambia su entorno. Como en las ecuaciones, el número no cambia a menos que le coloquemos una incógnita o una letra al lado.
Se suponía que tenía que hablar de Miguel Ángel Asturias. Recuerdo un pasaje de Hombres de maíz con mucha curiosidad. Domingo Revolorio y Goyo Yic, el desdichado marido de María Tecún, se propusieron vender aguardiente, licor de cacao, en otro pueblo para ganar dinero. «Pusimos mitá y mitá –aclara Domingo Revolorio–; el garrafón ya lleno lo vamos a ir cargando, ratos usté y ratos yo, y de lo que ganemos, mitadita para cada uno; en todo, la tajada por mitá, en las monedas del costo, en el trabajo pa llevarlo y en la ganancia. […] El negocio es negocio redondo, si cumplimos nuestra palabra de no obsequiar a ninguno una copa, sea quien sea, sea el más amigo, sea un pariente suyo, sea un pariente mío. Regalado nada. El que quiera, compra. Pisto en mano, trago en copa. Ni nosotros mismos podemos tomar sin pagar. Si usté quiere tomarse un su traguito, me lo paga; si yo quiero, se lo pago».
Pero como buenos guatemaltecos, en el camino les dio sed. Al principio no querían romper el acuerdo que tenían de no tomar de gratis. Entonces, uno de los dos tuvo la idea de que pagaran los tragos. Cuando Goyo Yic cargaba el garrafón de aguardiente, Mingo Revolorio le compraba un trago con los únicos seis pesitos que tenía. Y cuando Mingo Revolorio cargaba el garrafón, Goyo Yic le compraba un traguito con los mismos seis pesitos que el otro le había dado. Así se fueron todo el camino de Santa Cruz hasta que se acabaron el aguardiente. «El garrafón, cada vez más exhausto, pasaba de las manos de un compadre a las manos del otro compadre, y los seis pesos –la venta era al riguroso contado– cambiaban también de mano».
Como se puede adivinar, la ganancia total no fue ni cien, ni doscientos ni trescientos, sino los seis míseros pesitos. ¿No es esta una analogía similar a la situación de los humanistas? Así, crudo, por supuesto que no. Pero si intercambiamos el licor de cacao por el logos y los compadres por los humanistas, sí. Goyo Yic y Mingo Revolorio no son sino los símbolos de los precoces universitarios, aquellos sofistas peripatéticos que mercaban con el conocimiento y lo llevaban de ciudad en ciudad. Pero algo pasó con el tiempo y se empezaron a beber el logos entre ellos, ya sea dentro de la universidad o el aula: el logos fue amurallado, alejado de la población menos ilustre. Se lo bebieron antes de llegar a su destino. Como escribió Miguel Ángel Asturias: «El estudiante debe intervenir en todo aquello que decida el destino del país. Hay que reformar no solamente los claustros, sino las estructuras políticas que las sostienen. Las universidades no pueden seguir como tortugas, ciegas, sordas, mudas, inmóviles, metidas en sus caparazones, mientras afuera se cuentan por millones los que no saben leer, carecen de toda enseñanza elemental y, lo más grave, ignoran totalmente sus derechos y deberes de ciudadanos». Quizá por eso hoy en día se dice que únicamente los escritores leen, que únicamente los poetas leen poesía, que únicamente los humanistas se humanizan. Prácticamente, nos autofinanciamos. El conocimiento para que crezca debe circular, avanzar, compartirse. Por eso hoy me alegra que los estudiantes de la Facultad de Humanidades y del Departamento de Letras salgan a caminar por las calles, para esparcir la literatura, los conocimientos y el logos en esta ciudad marchita, llena de flores que no saben ver hacia el sol, en este país del eterno invernadero.
Quizá por eso este es el futuro de las humanidades, ahora más que nunca son necesarias. Son necesarias porque no producen nada útil, las letras y el conocimiento no responden a los fines del mercado, a la economía, a la autoexplotación o el utilitarismo. Parafraseando un poco a Roschard de Watchmen: no estamos encerrados con ellos, ellos están encerrados con nosotros, los irreverentes, los eternos cínicos, los que cada vez que un emperador se nos para enfrente le decimos que se quite, porque nos tapa el sol.
«Id y aprended de todos»
Fotografía tomada de Notimérica.
Matheus Kar

(Guatemala, 1994). Promotor de la democracia y la memoria histórica. Estudió la Licenciatura en Psicología en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Entre los reconocimientos que ha recibido destacan el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía «Canto de Golondrinas» 2015, el Premio Luis Cardoza y Aragón (2016), el Premio Editorial Universitaria «Manuel José Arce» (2016), el Premio Nacional de Poesía “Luz Méndez de la Vega” y Accésit del Premio Ipso Facto 2017. Su trabajo se dispersa en antologías, revistas, fanzines y blogs de todo el radio. Ha publicado Asubhã (Editorial Universitaria, 2016).
2 Commentarios
Es un texto sinuoso.
El presente de las Humanidades en Guatemala está en la Pedagogía y no en las filosofías, las literaturas y las artes.
Este presente lo definió así Juan José Arévalo.
Asturias escribió mucho sobre la nueva universidad, caracterizada por su proyección (o extensión), materializada en la Universidad Popular que fundaron los de la Generación de 1920 a la que perteneció.
El texto es bienintencionado, pero confuso.
A mí, en cambio, no me pareció ni sinuoso ni confuso; en todo caso, complejo tal como lo es el problema que se aborda y por las diversas citas en que se apoya Kar. Sin embargo, considero que sí logró –y muy bien– explicar el estado actual de las Humanidades. Comparto la aseveración de que éstas son necesarias por inútiles, puesto que la utilidad es un concepto económico que, en estos tiempos de un capitalismo salvaje e inhumano, todo lo que no «produce» o no genera utilidad, debe ser desechado.
El fragmento de Hombres de Maíz fue bien empleado para transmitir el tema central del texto.
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