Manuel Fernández-Molina | Arte/cultura / APUNTES DE AYER Y HOY
Los recién pasados 6 y 10 de agosto se cumplieron 73 años de los bombardeos atómicos sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, acciones ejecutadas por la fuerza aérea de Estados Unidos. Sumadas las muertes ocurridas los mismos días de los ataques en las dos ciudades, tenemos un total de unos 140 000 muertos. Si a esta cifra agregamos los fallecidos por radiación entre las fechas de los bombardeos y el 31 de diciembre de 1945, hay que que sumar unos cien mil muertos más, y redondeamos la cifra de 240 000 fallecidos.
¿Por qué esos miles y miles de muertos? Estamos al final de la Segunda Guerra Mundial, y es común escuchar que en un conflicto bélico hay muertos, y que no se debe hacer escándalo de que cerca de un cuarto de millón de japoneses haya fallecido. Es exacto que en una guerra hay muertos. Ahora bien, desde una perspectiva de la historia militar es totalmente legítimo preguntar dos cosas: 1) ¿Por qué fueron escogidos esos objetivos? ¿Cuáles fueron los criterios para elegir a esas ciudades? Y 2) ¿Para qué fueron bombardeadas? ¿Lo fueron sola y principalmente para terminar la guerra, o había otros fines?
Hagamos un poco de historia. Desde la década de 1930 había un creciente interés en los países altamente industrializados, que veían la guerra como algo inminente e inevitable, y que querían lograr la fisión atómica para sus posibles y muy probables usos militares. En 1939, el físico Albert Einstein le escribió al presidente Roosevelt que se había enterado de los progresos hechos en este campo, y advierte que con ello «… se ha abierto la posibilidad de realizar una reacción nuclear en cadena en una masa de uranio (…). Este nuevo fenómeno podrá conducir a la fabricación de bombas de nuevo tipo y extremadamente potentes». Ya antes de recibir esta carta, Roosevelt tenía interés en desarrollar armas nucleares, pero la misiva de Einstein aumentó su interés, y decidió darle un presupuesto amplio, casi ilimitado, a la investigación en este terreno. Tres años después, el 2 de diciembre de 1942, el equipo de físicos nucleares dirigido por Enrico Fermi, en el que destacaban Leo Szilard y Leona Woods, logró la primera fisión en cadena en el reactor nuclear llamado Chicago Pile-1. Se había dado un gran salto; se había pasado de tener la energía calculada en un pizarrón, a tenerla en la práctica. En el léxico militar, podemos decir que a partir de lo conseguido por Fermi y su gente, ya se tenía el explosivo, pero todavía quedaba inventar, crear, el detonador y, además, construir la armazón de la bomba. Estas importantes tareas que faltaban fueron responsabilidad del físico Julius Robert Oppenheimer, del general de ingenieros Leslie Groves (jefe militar del proyecto) y del equipo reunido por ellos, en el que vuelve a destacar el físico húngaro Leo Szilard y el químico canadiense Louis Slotin.
A finales de julio de 1945, el arsenal nuclear norteamericano consistía de unas seis bombas listas para ser usadas. Pero, dejemos de lado los antecedentes y volvamos a las preguntas formuladas arriba. Dos meses después de la rendición de Alemania se reunieron en Postdam, un villorio al este de Berlín, los tres líderes de las potencias vencedoras: Iosef Stalin, de la Unión Soviética, Harry Truman, de Estados Unidos, y el primer ministro de Gran Bretaña (que unos días fue Winston Churchill y después Clement Atlee). En esas conversaciones, en donde los victoriosos se estaban repartiendo las regiones de influencia y dominio, el presidente Truman comunicó e hizo alarde de que Estados Unidos tenía una mortífera y muy poderosa arma, la bomba atómica. Según casi todas las fuentes, Truman lo hizo en forma de alarde, y frisando en tono amenazante frente a Stalin. Así lo percibió muy claramente el líder soviético, según lo cuenta en diversos capítulos de sus memorias. Esto nos respondería una de las preguntas, ¿para qué? El arrojar las bombas fue una acción que iba más allá de conseguir una pronta rendición de Japón. Truman quería intimidar a Stalin para limitar la expansión soviética.
Debemos, pues, pasar a discutir por qué esas ciudades fueron escogidas como objetivos. Usualmente se lee que las poblaciones bombardeadas fueron elegidas con base en factores de visibilidad, alcance los bombarderos B-29, además que eran ciudades que hasta ese momento habían sido escasamente bombardeadas y, en consecuencia, el daño que ocasionarían las bombas seria fácilmente medible. Hasta se cuenta la anécdota de que el secretario estadounidense de la guerra, Stimson, no quiso que Kyoto estuviera en la lista de posibles objetivos porque había pasado su luna de miel en dicha localidad. Pocos historiadores ponen atención al análisis de la inteligencia estadounidense sobre que, en la guerra, el temor del enemigo debe sobrepasar por mucho a su ira. De la guerra en Europa los analistas tenían ejemplos de cómo los bombardeos de la aviación alemana habían aumentado la indignación de la población enemiga por encima del temor (Coventry, en Inglaterra, para mencionar un caso). Con esas enseñanzas, una ciudad simbólica para la cultura japonesa, como era Kyoto, quedaba descartada de inicio. ¡Ni volver a mencionar Kyoto! Se barajaron muchas posibles ciudades, pero la atención comenzó a centrarse en Nagasaki e Hiroshima. Una y otra eran poblaciones de la minoría cristiana de Japón; desde hacía mucho tiempo sus habitantes eran ligera y sutilmente despreciados. No era una discriminación muy obvia, no, pero existía. Si esas eran las ciudades borradas del mapa, era bastante probable que el temor generado en el enemigo fuera superior a su indignación e ira. Además, desde la perspectiva de la navegación aérea, estaban dentro del radio de acción de los B-29. ¡La suerte estaba echada! Esos eran los objetivos de las primeras bombas; si el enemigo no se ablandaba, ya se pensaría en otras ciudades.
Hasta aquí he intentado echar unas palabras al fuego de la discusión del genocidio nuclear acaecido al comenzar agosto de 1945.
Manuel Fernández-Molina

Profesor retirado de Historia, interesado en la europea, especialmente española. Actualmente docente de Historia Global en el Colegio Humanístico Costarricense, campus Coto.
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