Manuel Fernández-Molina | Literatura/cultura / APUNTES DE AYER Y HOY
Hoy voy a conversar sobre mis recuerdos de un personaje famoso en la historia criminalística de Guatemala. Me refiero a Panchito Ovando, de Palencia, fusilado el 19 de marzo de 1952, junto a cuatro de sus cómplices, acusados y sentenciados por asesinato múltiple con agravantes. El sonado crimen de «El Torreón». Para muchos, Panchito fue y es un monstruo, pero en mis recuerdos es un amigo gentil, de risa muy fácil y de acciones tiernas.
El jueves 1o de noviembre de 1951, por la mañana, tuvimos una noticia que me shockeó. Iba a ser un paseo en familia, en parte para ver cómo se portaba en carretera el nuevo coche que papá había comprado, un Studebacker modelo 49, color verde. Lo tenía desde pocos días atrás, y lo planificado era ir a Chimaltenango a almorzar con los Lohesener. Íbamos con dirección sur por la actual sexta avenida de la hoy zona 9 (serían las siete y media de la mañana), y cuando nos aproximábamos a la gasolinera de Umberto Mandolini (cercano amigo) comenzamos a ver numerosa presencia policial y mucha gente reunida en ese crucero. Padre se adelantó a recibir la noticia y soltó lo que pensaba: «Nada, coño, que Panchito se cepilló a los Hidalgo. Eso pasó». Madre exclamó «Uuuyyyy, Manolo, eso no puede ser. Será otra cosa».
Hecho: el matrimonio Hidalgo Palacios y dos hijos varones, adolescentes, habían sido asesinados de múltiples machetazos. Los cuatro cadáveres recién habían sido movidos de la casa del crimen, esquina sur-poniente de la segunda calle y sexta avenida de Tívoli. La hija menor (13 o 14 años) se había salvado. Uno de los asesinos aún andaba escondido en el campo vecino y había un operativo para cazarlo. Panchito ya había sido capturado.
Para mí, aquellas palabras de papá me dolieron hondamente: «Panchito se cepilló a los Hidalgo». Quedé perplejo, sentado en la parte de atrás del Studebacker, estuve congelado por varios minutos.
«Panchito» era como se conocía a Francisco Enríquez Ovando, quien había crecido en casa de mis abuelos y quien había trabajado con mis padres, especialmente cuidando de las macetas y limpiando las jaulas de los pájaros que mamá tenía. Conmigo, Panchito siempre había sido tierno y muy gentil. Me contaba historias y un cumpleaños me había regalado nada menos que la fiesta, la piñata; sería en una casa en Palencia. Probablemente fue en 1949, aunque pudo ser el 48.
Fue una piñata inolvidable. Nos recibieron con pino en la calle desde unos 30 metros antes de llegar a la casa de los Rivera, en donde era la celebración (era el hogar de los papás de quien años después resultó uno de los principales acusados del crimen). En la entrada a la propiedad habían hecho un pequeño arco que en la parte superior tenía escrito con mazorcas que habían coloreado: Felicidades niño Manoelito. Mamá notó que no habían puesto ni Manuelito, ni Manolito. Hubo marimba. La fiesta excedió todas las presunciones más optimistas que yo me había hecho.
Mamá y yo gozamos muchísimo aquella piñata, y hubo varios frescos y mucha cerveza (aunque mamá se quejaba de que no estaba bien fría). Papá no bebió nada alcohólico, pues él estaba seguro de que esa piñata era, nada más y nada menos, una celada ideada para masacrarnos. Papá llevaba dos pistolas calibre 5.7 (creo que marca Star) y había hecho que mamá escondiera un revólver .32, de cañoncito corto. Llegamos a Palencia atravesando el río Teocinte y volvimos a la capital saliendo por la carretera al nororiente (una precaución para evitar que ejecutasen la emboscada). Nada pasó, y mamá se regocijó de mostrarle a papá que era un desconfiado loco, que toda esa gente eran muy buenas personas y que nos querían mucho. Papá dijo que estábamos vivos por sus precauciones, que acaso a mí me habrían dejado vivir, pero que también podrían haberme cortado la cabeza, como con certidumbre habrían hecho con ellos.
Todavía hoy, unos 70 años después, yo me pregunto por qué papá había aceptado ir a esa piñata si estaba tan seguro de que nos masacrarían. Aún hoy, no sé por qué fuimos.
¿Necedad de mamá? Quizás. Otro motivo podría haber sido vivir la emoción de la celada y la consecuente balacera para sobrevivir (de la que papá apostaba que saldríamos vivos y victoriosos). También cabe la explicación de que se sintió obligado a ir, dados los gastos en que estaba incurriendo Panchito, nuestro exempleado. Quién sabe por qué fuimos a aquella piñata en Palencia, pero creo que ha sido el cumpleaños de niño que más gocé.
Volvamos a noviembre del 51. Panchito Ovando había crecido con mi abuela desde el comienzo de 1934, cuando él tenía diez años y se lo fueron a entregar para que ella viera por él y lo educara. La señora que lo llevó (nuca tuve claro si era un tía o la propia madre), le explicó que su papá era un Enríquez bastante acomodado, pero que había enfermado de la mente, y que no podía contarse con él. Que en Palencia no había oportunidades y que bla-bla-bla, que ahí se lo dejaba para que lo educara. Abuela aceptó, y lo primero que hizo fue llevar al niño (10 años, acercándose a 11) a una peluquería. Abuela cumplió en el sentido de que le enseñó a escribir bastante bien y la aritmética de la escuela primaria. Panchito era muy inteligente y abuela era buena maestra.
Las líneas anteriores serán novedosas en la historiografía de Panchito, pues la prensa le adjudicó a los Hidalgo Palacios (la familia asesinada) el rol de haberlo tenido en su hogar desde temprana edad. Mi familia se regocijó del error, y no solamente no aclaró, sino que se abocó con los periodistas que sabían que eso era inexacto, como Leopoldo Castellanos Carrillo, Isidoro Zarzo, Fernando Molina-Nannini, para mencionar a tres que sabían muy bien que Panchito había crecido en donde Elena de León de Molina y que había trabajado en casa de mamá. Por ejemplo, Isidoro Zarco lo sabía de cerca, pues llegaba a almorzar o cenar con mis padres, y muchas veces había sido atendido por el propio Panchito. Ante el temor de que se supiera la verdad, mi familia trazó una logística. Isidoro sería contactado por papá (eran amigos cercanos) y de hablar con Polo Castellanos y Fernando Molina se encargaría mi tío Rodolfo, hermano de mamá.
Todos los periodistas contactados se mostraron solidarios, y expresaron que nunca harían ninguna rectificación sobre que Panchito no era el «hijo de casa» de los Hidalgo. En mi hogar se habló mucho de que Isidoro (Chilolo) le había explicado a papá que nunca aclararían, no solamente por amistad con nosotros, sino porque la noticia de que Panchito fuera el «hijo de casa» de los asesinados le daba un toque morboso a la masacre, y ese sesgo aseguraba lectores para su incipiente periódico (¡Prensa Libre, apenas tenía tres meses de haber nacido!).
¿Qué hizo mi familia? ¿Se indignaron? ¿Mostraron algún sentimiento de solidaridad con Panchito, a quien abuela había criado? Papá estaba orgulloso de haber sabido siempre (así decía) que Panchito tenía alma o índole de asesino. Mamá y abuela lloraban con alguna regularidad, reprochándose que quizás le habían fallado en su formación. Tío Rodolfo estaba a mitad entre una y otra actitudes. ¿Hicieron algo por salvarlo del paredón? Decían entre ellas que Panchito había sido obligado por Delfino Rivera Orellana a cometer la masacre de los Hidalgo. ¿Le pagaron un abogado? Dada nuestra amistad con el penalista Benjamín Lemus Morán, ¿le hablaron para que representara a Panchito? No. Y para evitar ser entrevistadas por periodistas, nunca fueron a verle a la penitenciaría. Abuela le mandó en algunas ocasiones comida especial, platillos que a él le gustaban de manera singular (no recuerdo cuales). Algo, muy poco, se hizo. Se habló con los magistrados de la sala jurisdiccional, a quienes se les pasó el mensaje de que Panchito solamente era un instrumento manejado por Delfino Rivera, y que un títere no debiera ser juzgado con la misma vara con la que se juzga al titiritero que lo maneja. Ninguno de ellos tuvo esa interpretación de Panchito, y fue condenado a muerte.
Regresemos al comienzo de estas líneas: mis recuerdos de Panchito. Era un empleado que hacía oficios domésticos, y para conmigo (me conoció un bebé de días) siempre fue muy respetuoso pero, a la vez, tierno. Cuando yo todavía no había aprendido a leer, me leía las noticias de El Imparcial, y me leía las historietas para niños que allí publicaban; me contaba historias fantásticas, de monstruos y héroes; cuando eran mis cumpleaños, era él a quien ponían a manipular la piñata; y, un detalle que para mí fue y es importante: me regaló un pato. Sabía que yo quería un pato, y un día (cuando ya no trabajaba en casa, sino con los Hidalgo) se apareció con un pato, blanco y negro. Lo tuve como diez años. Me acuerdo que le puse «Chinto» al patito. No sé (y nunca sabré) si Panchito me habría cortado la cabeza de un certero tajo de machete. Quizás, no; quizás, sí. Pero yo le recuerdo como el amigo que me regaló un pato cuando yo quise tener uno.
Manuel Fernández-Molina

Profesor retirado de Historia, interesado en la europea, especialmente española. Actualmente docente de Historia Global en el Colegio Humanístico Costarricense, campus Coto.
7 Commentarios
Buenas noches, una pregunta,don Manuel, he tratado de obtener fotos de esa abarroteria el torreón pero no hallo ninguna, podría indicarme dónde la puedo obtener y lo otro el lugar ocupado actualmente es donde está Maycom o la gasolinera de la esquina de la sexta avenida y 2 calle, gracias
Sr. Fernández, acabo de leer su columna, la cual me envió como gran sorpresa un amigo …que no sabe lo siguiente:
Recuerdo perfectamente, por la impresión de mi Mamá, este espeluznante crimen. Tenía yo casi CINCO AÑOS; vivíamos en la 6a. Ave. A, creo que 1-74 -no recuerdo-, lado Poniente de la calle. Y recuerdo sobradamente la agencia Studebaker, en la esquina Suroeste de la 7a. Ave. y 2a. Calle, propiedad cuyo dueño, en el ’70, era Passarelli.
Y me vino como relámpago el recuerdo -nada más del nombre-de la gasolinera Mandolini…
«El Torreón», añado, era una CARNICERÍA.
El campo al que Ud. se refiere, supongo, es el campote que estaba en la 5a. Ave., lado Oeste, -donde en el ’55, cuando yo vivía en «El tejar», voláamos barriletes-, estando en frente la panificadora «Modelo» y, al lado Norte de ésta, posteriormente, Transportes Morel.
Don Fernando Molina, en el ’63, vivía en la 2a. Calle de la Z. 2, entre las 6a./7a. Avenidas, lado Norte; conocí a sus hijos Fernando y Ricardo, quienes tenían fama de perdonavidas y paseaban con un compañero mío del Col. Alemán en un Plymouth Fury II negro, metiéndose en peleas.
Qué recuerdos me ha traído. Lo saludo muy atentamente.
Acabo de terminar de leer “El hijo de casa” y me parece que Panchito fue una víctima de las circunstancias. No tuvo oportunidad de nada. Quisiera saber si es cierto que en la casa de Los Hidalgo fue tratado como un esclavo. Gracias
Con dos años de straso he leido tu comentario.
Panchito mos contaba que los Jidalgo trataban como esclavos a otros empleados y, muy especiaente, a sus hijos. Vontaba horrores. A la hija que sobrevivio la hacian dormir en la carbonera; un detalle de aquella familia.
Muy interesante historia la de Panchito, me queda la intriga de porqué habrá sido cómplice en tal crimen.
A mi me puso triste pensar en cómo fue la vida de Pancho
Una vez más me sorprende don Manuel Fernandez, ese crimen fue horrible y saber que usted lo conoció lo hace más impresionante para mi, los datos que comparte le dan a este personaje vida, una vida que hace ver parte de lo que existía en la cabeza de Panchito Ovando, crimen muy mencionado por las abuelas y que justo fue parte de una charla reciente en mi casa.
Dejar un comentario