Apuntes de ayer y hoy

-Manuel Fernández-Molina / APUNTES DE AYER Y HOY

Salimos de la embajada de España y noté que nos fotografiaban. Supuse que algunos eran periodistas y otros de la seguridad del Estado. Hallé que afuera me estaba esperando Luis (el mensajero) y vi que estaba terriblemente pálido, transparente. Le dije que debíamos ir a donde Lola a ver cómo estaba y a recoger mi auto. Probablemente era un poco más de la cuatro de la tarde. Quizás cerca de las cuatro y media. Cuando entré a casa de Lola varias de sus amigas ya habían recogido la colección de miniaturas de plata que ella y Jaime tenían. Lola estaba abstraída, el shock la tenía boba. No sé si le habían administrado algún calmante. En medio de su semisomnolencia, me llamó con una seña. Me dijo que no sabía en dónde estaba el cuerpo de Jaime ni qué harían con él. Una de sus amigas me dijo que sabían que los cuerpos habían sido llevados al hospital Militar, que fuera a ver, que la gente de la oficina de Cooperación Técnica estaba allí, y que podía ayudarles. Pregunté por el embajador, y me dijeron que había sido llevado al hospital Herrera-Llerandi. Me tracé el plan de ir a visitarlo.

Nos subimos al microbús VW, mi compañero de siempre, y enfilé en dirección al hospital Militar. Cuando llegué allí tomé la decisión de no entrar. «Sigamos», le dije a Luis, «tengo que ir a ver a Natalia. Ella y su familia pueden no saber que estoy vivo». «Tiene razón, don Manuel», me dijo Luis. Así que seguimos hacia el centro de la ciudad. Había menos tráfico que de costumbre. Era evidente que la tragedia de la embajada había hecho cerrar dependencias y negocios. Se sentía que un sopor pesaba sobre la ciudad. Dejé a Luis en donde me pidió quedarse. Llegué a donde mi mujer a eso de las 5:30. Ella me abrió la puerta, todos en casa se sintieron aliviados con mi presencia, temían que yo hubiera estado dentro. A partir del diálogo con Natalia y sus padres fui haciéndome una imagen de lo que la tele decía que había ocurrido. La policía había ignorado las peticiones de Máximo de que se retiraran, y había irrumpido con violencia en la embajada. Se había provocado un incendio que había matado a los ocupantes, a todos los empleados de la embajada y a todos los rehenes. No se sabía qué había provocado el fuego. Natalia me tranquilizó, pues era evidente que me hallaba muy alterado. Tomé un tradicional café. Estuve con ella y sus papás hasta como las seis y diez o seis y quince. Entonces tomé de nuevo el VW celeste para ir al Herrera-Llerandi a ver a Máximo.

Llegué al hospital alrededor de las 7 de la noche; quizás un poco antes, pues me parece recordar que aún había un poco de la luz del atardecer. No estoy seguro. Por supuesto, no fue fácil entrar. Llamaron primero para averiguar si él estaba de acuerdo en recibirme. Tomó cosa de unos cinco minutos. Cuando ya me dirigía al cuarto (creo que el número 1, o pudo ser el número 10) me encontré con el doctor José Barnoya, un buen amigo, además de ser mi urólogo. Le pregunté si sabía si habían llegado funcionarios a visitar a Máximo (yo esperaba que el ministro de Relaciones Exteriores estuviera allí) y me comentó que ninguno. Barnoya habría platicado más, pero yo estaba ansioso por ir a conversar con Máximo y terminé la charla.

Encontré a Máximo Cajal nerviosísimo; bastante alterado. Lo que era normal y esperable. Tenía vendadas ambas manos. Había cuatro o cinco embajadores europeos con él. El de Suecia con seguridad. A su lado derecho, muy cerca de la cama, estaba Elisa Aycinena Echeverría, quien sostenía el teléfono por el que hablaba Máximo con Madrid. A los pocos minutos, Máximo terminó su conversación y me preguntó si estaba al tanto de Lola; le dije que había estado con ella, pero que la había dejado en manos del grupo de amigas que la acompañaban. Me comentó que un sobreviviente estaba en el cuarto de al lado. Le pregunté cómo estaba el asunto con el Gobierno de Guatemala, y me respondió que había estado conversando con Oreja (ministro de Asuntos Exteriores español) y que tenía entendido que España estaba rompiendo relaciones con Guatemala. Me preguntó que si me sentía seguro o si temía por mi vida. Le solté la pregunta de cómo había reaccionado ante la ocupación de la embajada. Me dijo que había mantenido la serenidad; que los invasores estaban al mando de cuatro individuos, y que la ocupación no habría terminado en tragedia si la policía no hubiera asaltado la sede.

Con Máximo seguimos conversando sobre el tema, y me contó cómo durante unas dos horas (hasta que cortaron las líneas de teléfono) había tratado de hablar con Castillo Valdés (el ministro de Relaciones Exteriores de Guatemala) y con Donaldo Álvarez (el ministro de Gobernación), pero que ninguno de los dos se ponía al teléfono. Castillo Valdés tampoco había atendido a Marcelino Oreja. De verdad estaba sorprendido, pasmado y enojadísimo por la actitud de los ministros. Llevé el asunto a temas más personales e inmediatos, le pregunté si estaba muy adolorido, y me dijo que era bastante soportable. Le pregunté si su esposa vendría pronto, y me respondió que probablemente llegaría al día siguiente, pues en pocas horas saldría de Madrid. Él volvió a su preocupación por Lola. Comprensible.

Por los medios radiales ya se escuchaba que la estrategia del Gobierno era volcar la responsabilidad del asunto sobre Máximo y Jaime. Decidí dejarlo solo con los embajadores e irme al Diario El Gráfico, a conversar con su director, Jorge Carpio, quien era mi amigo. Teníamos que tener a algún medio de nuestro lado, o, al menos, no en contra.

Me fue fácil entrar al edificio del periódico y más fácil aún llegar hasta la oficina del director. Jorge pronto entró en materia y me preguntó que si era cierto lo que el Gobierno insinuaba, que el embajador era un cómplice de los ocupantes. Le dije que no; que ni Máximo, ni Jaime, ni nadie en la embajada sabían que esa gente la iba a ocupar. Que la actitud del Gobierno se debía, en parte, a las habladurías del embajador anterior, Carlos Manzanares Herrero, en contra de Máximo. Y no sólo de él, sino de una manera muy virulenta el arzobispo Mario Casariego Acevedo. Jorge quiso que le contara más del asunto. El cotilleo se relacionaba con que, por un tecnicismo legal, Máximo y su esposa no estaban casados en España, sino en otro país (creo que Francia), porque ella había estado casada antes, y como en España el divorcio recién había sido aceptado, pues el papeleo se había complicado y el divorcio de Beatriz aún no estaba concluido en España. Me preguntó por las ideas políticas de Máximo, y le dije que a profundidad no las conocía, que lo suponía un hombre del centro-izquierda. Insistí que la actitud calumniosa del Gobierno de Guatemala se debía a dos factores: 1) la insidia de Mario Casariego (principalmente) y la del exembajador Carlos Manzanares y 2) la decisión ingenua/prepotente de los diplomáticos españoles de haber ido a visitar a curas españoles al Quiché, siendo esta una zona de guerra.

Jorge Carpio me pidió que abundara en detalles sobre el viaje a Quiché; y expliqué que se había hecho para mostrar la solidaridad de la embajada hacia los curas españoles que estaban en ese departamento y también para pasarle el mensaje al Gobierno guatemalteco de «España se preocupa por esos curas». Que se había recibido de Madrid la directriz de tratar de proteger a los misioneros españoles en la zona de guerra, pues el Ministerio de Asuntos Exteriores de allá recibía constantemente presiones para que los ayudara.

Jorge comentó que el caso había resultado muy irónico, pues el Gobierno había comprendido un mensaje totalmente diferente: «España ayuda a la guerrilla» o, al menos, «este embajador simpatiza con la guerrilla». Además, expresó que entendía la actitud que había tomado el Gobierno y que también comprendía las motivaciones que había tenido el embajador para visitar a los curas en el Quiché.

Salí del Diario El Gráfico satisfecho por la entrevista con Jorge Carpio. Estaba seguro de que dicho periódico iba a presentar una versión menos insidiosa de la que presentarían otros, pues se veía venir una catarata de injurias contra el embajador. Creo que a esto serían alrededor de las nueve de la noche, o quizás un poco más temprano, digamos las ocho y media. Estaba cansado y seguía muy nervioso. Enfilé el VW hacia el Herrera-Llerandi. Durante los veinte o quince minutos que tardé manejando hasta el hospital, fui pensando lo mismo: antes del viaje a Quiché debí de haber hablado con el embajador; aunque a Jaime le había expresado mis preocupaciones porque de dicha jornada iban a devenir consecuencias negativas, nunca se lo había expresado a Máximo. Ahora, después del hecho, ya no había nada que hacer, pero me seguía repiqueteando en la cabeza la idea de que el embajador habría escuchado mi punto de vista, y habría explorado otras alternativas para tratar de salvar a los curas.

Recuerdo la insistencia del ministro Marcelino Oreja Aguirre sobre este punto. La de Oreja y la de Gabino Díaz Merchán, arzobispo de Oviedo. Jaime me hablaba continuamente de estas llamadas. No recuerdo qué relación tenían los misioneros españoles de la orden del Sagrado Corazón con el mencionado arzobispo ovetense, y Jaime me comentaba de la enemistad que se había formado entre el arzobispo de Oviedo y el de Guatemala, Mario Casariego. Yo le decía a Jaime que entendía que Casariego se molestara por la presión, porque los misioneros de Quiché estaban bajo el paraguas administrativo de otra diócesis, pero Jaime argumentaba que se esperaba que Casariego hiciera algo porque él era quien tenía conexiones en el Gobierno, y se sabía bien que mucho podía hacer para proteger a los misioneros.

Así, mientras manejaba, pensaba en lo que yo había dicho y, sobre todo, lo que no había dicho. También pensaba en cómo son los hilos de la historia; cómo un arzobispo del norte de España estaba tan involucrado en los asuntos de Quiché. No recordaba cuál era la relación de los misioneros del Sagrado Corazón con él, o si solamente uno o dos de ellos eran los que habían venido a Guatemala bajo la tutela de la arquidiócesis de Oviedo, pero era muy claro que el arzobispo Díaz Merchán estaba emocionalmente muy comprometido en la actividad misionera de los españoles en Quiché.

Llegué de vuelta al Herrera-Llerandi un poco después de las nueve de la noche. El hospital no tenía el ajetreo que tenía antes, cuando eran las horas de visita a los pacientes. Había algunos policías. En la entrada se repitió el mismo procedimiento; me retuvieron unos minutos, mientras comprobaban que el embajador estaba de acuerdo en recibirme. Llegué al cuarto y me hallé que había más gente; la mayoría embajadores. También estaba un cura e historiador, Jesús García Añoveros. Máximo seguía igual de exaltado y nervioso; agitadísimo, aunque quizás ligeramente menos de lo que estaba antes. Le pregunté cómo estaba y qué reacción estaba tomando España. Me respondió que se romperían relaciones, y que él estaba más calmado (era muy evidente).

Han pasado 38 años de aquel trágico y muy doloroso acontecimiento. Yo no lo olvido, tampoco los familiares de las víctimas. Algo se ha esclarecido. Falta mucho por saberse, y es un hecho en la historia que debe mantenerse presente en muchas dimensiones. Principalmente, en el espacio de la historia política, ya que constituye un hito de atropello a las leyes y tratados internacionales, un caso comparable a la invasión que sufrió la embajada estadounidense en Teherán el 4 de noviembre de 1979. Pero también en la dimensión académica, por lo complejo del drama, el análisis de la coyuntura histórica y lo multifacético de los personajes que participaron en la tragedia.

Manuel Fernández-Molina

Profesor retirado de Historia, interesado en la europea, especialmente española. Actualmente docente de Historia Global en el Colegio Humanístico Costarricense, campus Coto.

Apuntes de ayer y hoy

Un Commentario

Manuel Baccaro 03/02/2018

El historiador deja en el Limbo la explicación del porque la invitación de Maximo al ex presidente Eduardo Cáceres Lenhoff y al canciller Adolfo Molina Orantes.

Dejar un comentario