Apuntes de ayer y hoy

-Manuel Fernández-Molina / APUNTES DE AYER Y HOY

El próximo 31 de enero es un aniversario más de una tragedia, de un hito doloroso en la historia de Guatemala y que para mí ha sido una herida emocional desde que sucedió, allá atrás en el tiempo, enero de 1980. Me refiero al incendio de la embajada de España en Guatemala, en donde perdieron la vida 39 seres humanos, entre ellos mi querido amigo Jaime Ruíz del Árbol y Soler de Cornellá, quien era el primer secretario y cónsul.

Lo que sucedió el jueves 31 de enero de 1980, entre las once de la mañana y cerca de las dos de la tarde, es para mí un drama personal, no solamente por la amistad que me unía con Jaime y Lola, su esposa, sino por las vivencias que tuve ese día, dado que estuve cerca de ser uno de los rehenes y porque me tocó ver la acción policial y la sacada de muchos de los cadáveres de quienes habían sido calcinados. Yo salí de la embajada a eso de las 10:48 o 10:50, es decir, unos diez minutos antes de que llegaran las personas que ocuparon la embajada con el objetivo de que se escucharan sus voces.

A Jaime le recuerdo siempre, pero cada vez que se acerca el 31 de enero su ausencia me duele más. Nos conocimos en 1977, cuando él llegó a Guatemala a cumplir funciones de secretario y cónsul. Yo estaba en la directiva de Cultura Hispánica, y comenzamos a relacionarnos en la preparación de las actividades culturales de la embajada. Bastante pronto se dio una amistad que trascendió los marcos de lo laboral. Nos hicimos buenos amigos, y teníamos largas charlas de café, usualmente en su oficina en la embajada.

Voy a compartir aquí, en esta columna, mis recuerdos de aquel jueves. Son las diez de la mañana, y yo estoy en la oficina de Cultura Hispánica, ultimando preparativos para una exposición de pintura que abría esa tarde, y conversando con doña Gloria, la secretaria. Todo parecía marchar de forma normal. Pasadas las 10 de la mañana enfilé pasos hacia la embajada; decidí caminar, pues era difícil conseguir estacionamiento, y eran apenas unos 300 metros. Tenía que ir a conversar con el embajador, a solicitud de él, sobre su discurso. Él quería que quedara muy adecuado, pues era la apertura de las actividades del año. Además teníamos el asunto del orden en el cual hablarían él mismo y el embajador de Argentina, puesto que la muestra pictórica viajaba con el patrocinio estatal argentino. Habíamos acordado que yo comenzaría a dirigirme a la concurrencia de una manera más o menos informal; después lo presentaría a él, Máximo Cajal, y él inauguraría las actividades del año; después se le daría la palabra al embajador argentino, quien se referiría a la muestra misma y a la artista, quien no había viajado a Guatemala.

Llegué a la embajada a eso de las 10:15 o 10:20 y Jaime me pasó a su despecho, me dijo que lo del discurso lo haríamos hasta por la tarde, pues el embajador estaba atendiendo unos cables que habían llegado de Madrid, y que regresara pasadas las dos, cuando ya se había cerrado al público, para estar con tranquilidad. Siempre que llegaba nos echábamos buenas conversadas, y Jaime pidió un cafecito para mí. Platicamos unos treinta minutos, y le pasaron una llamada telefónica que era para mí. Era doña Gloria que me necesitaba en Cultura Hispánica. Le dije a Jaime que tenía que devolverme pues doña Gloria (muy competente, pero nueva en el puesto) no sabía qué hacer. Jaime me dijo que no me preocupara, que todo saldría de maravilla como todo lo que yo organizaba. Un abrazo y salí pitando de vuelta al instituto. Faltarían unos diez o doce minutos para las once.

Llegué a la oficina lo revisé todo varias veces y todo estaba en orden. Solamente quedaba conversar por la tarde con Máximo Cajal sobre sus palabras de inauguración. Se llegó la hora de almuerzo y mandamos al mensajero a comprar comida a un sitio que quedaba en la sexta calle. Comimos y conversamos. Doña Gloria era una excelente conversadora, charlamos sobre sus experiencias en Suiza, al lado de su esposo. Llamé varias veces a la embajada y siempre me dio el tono de ocupado. Me pareció ligeramente raro, pero no le puse mucha atención.

Pasaba la una de la tarde y enfilé de nuevo hacia la embajada, para estar allí antes de que cerraran. Al acercarme al cruce de la once calle noté movimiento policial. Me extrañé y supuse que se trataba de algún accidente de tránsito serio. Al aproximarme más comencé a alarmarme, pues vi a funcionarios de la Cooperación Técnica y de la empresa HispanOil hablando con alguien en un coche a todas luces de un jefe policial o militar. Entonces comprendí que algo sucedía en la embajada. Me uní a las conversaciones del pequeño conjunto que se hallaba al lado de la suburban; el interlocutor era el coronel Haroldo Paniagua, tercer jefe e inspector general de la Policía. Hablé poco; más bien escuchaba. En un momento Paniagua le dijo a alguien a mi lado que «los muchachos que están dentro de la embajada no son míos, sino del “Centro Regional”». Uno de los españoles preguntó en general que a qué se refería, y le dije que hablaba de «la regional» una policía que dependía del presidente directamente. Paniagua aclaró todavía más; dijo que «el especialista que está negociando la rendición de los guerrilleros se mantiene en comunicación con Montalván. Es ese especialista el que está a cargo de todo. Les repito, señores, que el asunto está fuera de mis manos». Se me quedó el apellido Montalván, por corresponder al de un viejo actor mexicano/estadounidense, pero en ese momento no sabía a quién se refería Paniagua. Después supe que hablaba del jefe del Estado Mayor Presidencial.

Me dirigí a donde Lola (la esposa de Jaime), cuando atrás de mi (unos 40 metros atrás) empezó a escucharse gran conmoción; gritos, «¡fuego!», «¡se incendia!». No di marcha atrás, sino que apresuré el paso para llegar pronto a donde Lola. Entré y comenzábamos a hablar cuando en una radioemisora se escuchó: «Ray-o-Vac es la pila. Últimas noticias desde el lugar de los hechos: La toma de la embajada de España ha terminado en estos momentos en un incendio voraz. El embajador ha salido, pero se supone muertos a todos los demás. Ray-o-Vac es la pila». Lola se derrumbó. Lloraba fuera control. Yo no hallaba qué hacer. Apenas pude balbucear que se calmara. Que acaso Jaime había logrado salir con el embajador o atrás de él. Una de sus amigas, atrás de ella, me negó con la cabeza y con su lenguaje corporal me llamó aparte. Me expresó que no había que darle falsas esperanzas a Lola. Que todo indicaba que Jaime no había salido, que había que aceptar que solamente Máximo se había escapado de la tragedia, y que había que comenzar a empacar porque lo que se veía venir era el viaje de regreso a España con el cadáver. ¿Empacar para el viaje? Yo suelo ser pesimista (hasta en mi juventud fui apodado «cuervo»), pero esa vez quería aferrarme a un optimismo falso. Decidí irme a la embajada, y ver por mí mismo.

No salía de mi asombro, la realidad era que en muy pocos minutos (unos diez, digamos), en lo que me había tomado caminar a donde Lola, desde la décima calle, había habido un incendio en la embajada en el que Jaime había perecido. No podía aceptar esa tragedia. Tenía que ver el sitio por mí mismo. ¿Por qué y quiénes habían ocupado la embajada? ¿Por qué la policía había invadido el territorio español? Pensé que España podría declarar la guerra ante dicho atropello armado a su suelo.

Cuando llegué estaban ya sacando cuerpos carbonizados por la ventana de la sexta avenida A. Era algo impresionante. Allí estaban los cadáveres. Se veían terriblemente rígidos. Me llamó la atención que estuvieran tan rígidos con tan poco tiempo de fallecidos. El olor a carne quemada era muy chocante y horroroso. También salía un definido tufo a algún químico. Había policías y fotógrafos por todas partes. Pero sobre todo había bomberos y socorristas y gente curiosa. El doctor Bauer Arzú, como director de la Cruz Roja, dirigía la operación de sacar los cadáveres. Estuve viendo el espantoso espectáculo muchos minutos. Supongo que por lo menos media hora. Lamentaba estar solo.

Terminaron de sacar cadáveres y decidí volver a donde Lola. Comenzaba a caminar por la calle cuando llegó en automóvil Valentín Solórzano Fernández, ministro de Economía del régimen. Uno de sus guardaespaldas lo ayudó a descender del coche. Estaba conmocionado. Me reconoció como una cara conocida y me saludó afectuosamente y con la urbanidad que el shock permitía. Me preguntó que quénes habían salido vivos, y le dije que hasta donde sabía únicamente el embajador había quedado con vida. Se dirigió a un policía que custodiaba la puerta y le preguntó que si podíamos entrar. El agente le preguntó que quién era y le respondió que era el ministro de Economía; el policía, luego, preguntó que quién era yo, y Valentín le dijo que yo trabajaba en la embajada; que nos dejara pasar. El guardia lo consultó con alguien a través de un walkie-talkie, y entramos. Dentro, el olor a químico era muy fuerte. Allí no se percibía el olor a carne quemada que era intenso en la calle. Había muchos policías de civil, tomando fotos. Alguno de ellos parecía un oficial del Ejército. Al menos lo parecía por el porte. Yo no quise subir, para evitarme el shock, en caso de que quedara todavía algún cadáver. Valentín subió. Estuvo arriba apenas dos minutos, o quizás un poco menos, y bajó llorando. Me cogió por los hombros, terriblemente emocionado. Me dijo «mejor, salgamos». Sollozaba.

Yo, 38 años después, aún siento el dolor de aquella tragedia.

Manuel Fernández-Molina

Profesor retirado de Historia, interesado en la europea, especialmente española. Actualmente docente de Historia Global en el Colegio Humanístico Costarricense, campus Coto.

Apuntes de ayer y hoy

Un Commentario

Ingrid 10/02/2018

Qué terrible, gracias por compartir recuerdos de ese día tan triste.

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