-Mario Alberto Carrera / DIARIOS DE ALBERTORIO–
(A la busca de una identidad nacional)
Casi todos los elementos que sirvieron al criollo, al ladino o al mestizo ricos para someter al indígena: no catequizarlos en español, reducirlos a y en pueblos de indios (guetos) vestirlos con trajes exactamente iguales (uniformes) para identificarlos cuando se atrevían a escaparse del «polo de desarrollo», dificultarles el proceso de ladinización y mantenerlos incomunicados e ignorantes, produjeron el efecto de crear dos naciones claramente separadas en la historia.
Hoy, aquel procedimiento segregatorio se replica al revés y acaso con rasgos edulcorados, pero clarísimos.
Los indígenas hoy exigen -y lo han logrado eficazmente- llamarse «pueblo maya». Nación aparte (nuevo apartheid de los vencidos) que trata de ser distinto. Es un hecho que no quieren ser ladinos ni, menos, «blancos». Eso de la integración les huele a encomienda y repartición y, de entrada, rechazan cualquier cosa que sepa a Colonia.
Durante los últimos 50 años del siglo pasado (o un poquito antes) y en lo que corre del presente -matizando sus teorías cada quien a su manera- el mundo intelectual, progresista, nacionalista, democrático y de izquierdas socialistas (pero no el que se identificó con el marxismo-stalinismo) propuso la integración del apartheid. Es decir, propuso la necesidad nacionalista de una integración. Para el bien de la economía y de la sociedad guatemaltecas, el indígena no debía ni debe permanecer sin tener acceso fluido y real a la civilización occidental y a sus oportunidades de superación y desarrollo, sin abandonar su cultura ancestral ya muy ladinizada y en algunas comunidades muy sincrética.
Nadie se opone, en principio, en el mundo ladino de las clases medias, ni en la «blanca» de la alta burguesía empresarial o terrateniente, a las ideas expresadas en el párrafo anterior, pero acaso solo en apariencia porque no se ha solventado, o al menos presentado en la mesa de discusión de manera honesta, el principal conflicto guatemalteco. La tenencia de la tierra. Por ello sigue siendo fundamental para el desarrollo del país, la Ley de Desarrollo Rural Integral, a la que todo el mundo le hace el quite. Por ese no enfrentar el debate sustancial del país, sigue habiendo -y con razón- un deseo de divorcio y de apartheid. Pero, esta vez, en y por la vía opuesta y a veces no claramente expresada verbalmente, pero sí en acciones: una Guatemala dividida en dos naciones tan separadas virtualmente como hoy la catalana y la española, a causa de la sordera de la segunda.
Y, por lo de arriba, vuelvo a formular casi las mismas preguntas que he hecho desde el inicio de esta serie de artículos subtitulados «A la busca de nuestra identidad», en un marco socioeconómico:
¿Cuál es la identidad del guatemalteco en 2018?
¿Cuál es la identidad del indígena hoy?
¿Cuál es la identidad del criollo, del mestizo, del ladino en la segunda década del siglo XXI?
Peligrosas acciones que parecen plausibles se expresan en los medios, algunas veces con el beneplácito indígena pero la mayoría de veces, no.
Unos sectores de nuestro territorio (uso territorio para ejercer de sarcástico) se empeñan en desentumecer mucho de lo que les parece que conforma la identidad del indígena (sin pedir su parecer) enfatizando lo que dibujó su perfil durante la Colonia (el traje típico) y acaso con ello, haciendo hincapié en que son ¿cosa, clase, área? distinta del resto de Guatemala. Aparecen en los medios, suplementos «culturales» sobre «identidad», que más parecen redactados para aumentar el resentimiento y la distancia entre las dos, tres o diez Guatemala en la que sobrevivimos en medio de un maremoto de violencia sórdida. Y en este mar de dudas y preguntas me formulo la siguiente: ¿es la marimba un instrumento musical que de veras le diga algo al indígena o tenemos, los ladinos, un discurso que, alrededor de ella, hemos fabricado, para considerarla (nosotros) símbolo fundamentador de las etnias originarias? ¿Y realmente qué bailan los «indios»? ¿El son? ¿Ese como valsecito monótono que les inventamos para sus borracheras dolientes y quejumbrosas? ¿Quién pinta la cartografía fiel del alma de los «indios» de Guatemala? Ni siquiera Miguel ángel Asturias que era un ladino del barrio de La Candelaria…
Es muy complicado ponerse a dibujar y ¡hasta defender!, la identidad «de otro» si a ese «otro» lo llamamos «él» y no se constituye -porque no es imposible tal constitución- un «nosotros».
La verdadera lucha y trabajo por una interculturalidad bien cimentada y erigida no ha comenzado quizá. Y se complica en la medida que, década tras década, vamos recibiendo el influjo desproporcionado de otras «culturas», es decir, más bien de otros pueblos vecinos o cercanos. Y la oleada descomunal de una tecnología deshumanizada que cosifica tanto al indígena de clase media, como al ladino en general. Es incomprensible, por ejemplo, el número colosal de celulares que hay en Guatemala, si lo comparamos con los ingresos que por salario mínimo se perciben. Y es un hecho evidentísimo, además, que el tenis ha sustituido al caite y, el jeans, al pantalón de pajaritos y al delantal de jerga.
¡Pero sí que hay un apartheid! Una segregación nacida de la hondísima brecha económica en que se divide una Guatemala de casi 20 millones, aumentada por un resentimiento que se abona día a día con el sentimiento de desprecio hacia el «shumo», que es como se mira al indígena en general, se encuentre, o no, dentro de un sincretismo evidente.
Creo que el racismo es el mal de este país. Ese racismo que se desprende todavía de los mohosos muros de La Antigua Guatemala. De la trasnochada seguridad que nos hace creer que una piel blanca, unos ojos zarcos y un pelo rubio nos hace ser superiores a personas de tez morena, pelo negro y ojos castaño oscuro.
El Baile de la Conquista sigue sonando sonoro y altanero en todas las marimbas de todas las zarabandas nacionales, donde un pita roñosa y mugrienta divide al grupo del que ya pagó -porque tiene- del que no tiene cómo pagar. Una zarabanda en cuyo fondo estamos intentando rescatar nuestras raíces: la del choque y encuentro de dos culturas en un 1492 lleno de miseria y oropel. En los mayas del National Geographic no lo busquemos. No hay que saber por qué se extinguieron ni debe importarnos mayor cosa. Eso queda para un turismo alucinado que nunca vendrá, al menos no de momento. Oteémoslo en circunstancias más inmediatas, las de «yo soy yo y mi circunstancia» de Ortega, que está más cercano y acaso es más certero y eficaz historiográficamente.
Mario Alberto Carrera

Director de la Academia Guatemalteca de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. Columnista de varios medios durante más de veinticinco años. Exdirector del Departamento de Letras de la Facultad de Humanidades de la USAC y exembajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Premio Nacional de Literatura 1999.
3 Commentarios
Excelente Artículo, felicitaciones Mario Alberto Carrera
Muy interesante, como todo lo que escribe Doctor.
Saludos cordiales desde Santa Ana Huista, Huehuetenango
gAZeta se engalana con la opinión del maestro Carrera. Muy de acuerdo con su punto de vista, especialmente por utilizar como sinónimo ladino y mestizo. Son dos conceptos diferentes.
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