Cuando en 1840 Joseph Proudhon publicó el libro ¿Qué es la propiedad?, su teoría sobre la disolución del Estado y la cancelación de la propiedad privada encontró en las organizaciones obreras urbanas un terreno fértil para la anarquía. Los nuevos métodos de producción industrial exponían a los trabajadores a un tipo de explotación mucho más intensivo y desgastante que el ocurrido bajo el régimen feudal, los campos de cultivo estaban abandonados en muchos lugares de Europa, y la guerra entre las antiguas monarquías no hacía más que aumentar la pobreza.
No obstante su llamado, Proudhon no pretendía de ninguna manera exhortar al desorden y violencia generalizados, sino exponer una nueva forma de organización social, independiente del Estado, capaz de poner los medios de producción en manos de los trabajadores, tanto si se trataba de la tierra como de las fábricas.
Si adoptó el nombre de «anarquía» no fue más que para distinguirse tanto de los grupos monárquicos y nacionalistas, como del socialismo democrático, que buscaba reformar la ley mediante una mayor participación de las masas, pero dejando prácticamente intacto el sistema de jerarquías.
Eran todavía los tiempos en que las huelgas hacían retroceder a algunos patronos, los gobiernos hacían tímidas concesiones a las organizaciones populares y en París, aún Karl Marx, Mijaíl Kropotkin y Joseph Proudhon eran amigos. Pronto la historia se encargaría de separar la estrategia de las utopías.
Terrorismo estatal
En 1848, una revuelta popular en Berlín hizo retroceder al ejército y las organizaciones socialdemócratas, sintiéndose victoriosas, se sentaron a negociar con los monarcas. En diferentes ciudades de Alemania se empezó a redactar una constitución, contándose con la participación de los más connotados académicos y juristas. Pero era una farsa; la antigua nobleza empleaba la retórica legal como medida dilatoria, mientras, por otra parte, organizaba al ejército en contra del Internacionalismo Obrero.
Aprovechándose de que la mayoría de organizaciones eran católicas, y en Prusia se rechazaba abiertamente la injerencia de Austria, apelaron al nacionalismo, proponiendo un imperio pangermánico (inicio de lo que 50 años más tarde se convertiría en el Tercer Reich). Así fue como la nobleza alemana pactó con la francesa y organizó una invasión para ahogar en sangre a la comuna de París, dando así un aterrador ejemplo de la violencia que se utilizaría contra cualquier organización obrera en el futuro.
Bakunin reconoció inmediatamente que el error de Proudhon había estado en creer que la vía legal era suficiente para la liberación de los desposeídos, y que no bastaba con hacer una reforma agraria y poseer un «Banco Popular» para el intercambio de riquezas. Era necesario contar con una organización más grande, supraestatal, que además de encargarse de la justicia, fuese capaz de armar a la población y eliminar cualquier tipo de privilegio, así se tratase de juristas, burócratas o científicos sociales. Marx, junto al resto de socialistas, prefirieron mantener un ejército estatal y crear clases privilegiadas bajo el irónico título de «Dictadura del proletariado».
Hoy sabemos bien que la Primera Guerra Mundial no fue tanto una lucha entre naciones europeas, sino entre clases, una estrategia de la nobleza para deshacerse del internacionalismo obrero: La invasión alemana a Francia ocurrió con el beneplácito de los conservadores, que prefirieron negociar una rendición con Bismarck, antes que perder los privilegios que aún tenían sobre los «barrios rojos». En España, la invasión desde Marruecos, fue una estrategia para matar a la mayor cantidad posible de obreros barceloneses, agrupados en torno a la Confederación Nacional de Trabajo, mientras que la alianza entre Italia y Alemania tuvo por objeto reclutar por ambas partes a campesinos y trabajadores inconformes.
La exportación de la anarquía
Tras el duro golpe sufrido en Europa, gran cantidad de trabajadores, y algunos dirigentes anarco-sindicales se trasladaron a América, donde las condiciones de explotación, sumadas a la incipiente industrialización, prestaban un campo propicio para continuar con la rebelión de la clase obrera. No obstante, su papel no llegó a ser protagónico.
Los trabajadores latinoamericanos veían con buenas expectativas a la gran organización internacional de trabajadores, y tras el triunfo de la revolución Rusa, muchas organizaciones sindicales se proclamaron comunistas, y algunas pocas, anarquistas. Hay todo un halo romántico en torno a las relaciones entre revolucionarios latinoamericanos y emisarios anarquistas, la mayoría divulgadas por el Gobierno de Estados Unidos, con la intención de desprestigiar a las organizaciones obreras. Así es como tenemos el caso de Olga Benario, alemana socialista capturada junto a Carlos Prestes, en Brasil; a Tina Modotti, actriz y activista italiana, acompañante de Antonio Mella, cuando fue asesinado en Cuba; Kurt Wilckens, obrero alemán que asesinó a Héctor Varela en nombre de La Patagonia, al mismo Trotsky, acompañando a las organizaciones estudiantiles o Einsenstein, filmando una película sobre la revolución mexicana.
En un libro que se titula Tiempo nublado, Octavio Paz nos dice que muchas de estas revoluciones, sin la necesaria organización popular pero impulsados por la fuerza de otra clase de individuos interesados en llevarlas a cabo, no merecen sino el nombre de «revueltas populares», como las ocurridas en África, El Caribe y Medio Oriente, donde el sistema de dominación y explotación intensivo llevó a las armas a la clase media, a los oficiales del ejército e incluso a las organizaciones religiosas, para que luego de una lucha entre las fuerzas estatales todo quedara como antes. O aún peor, con dictaduras radicales, violentas y conservadoras, como Muhammar Gadafi, François Duvallier o Saddam Hussein.
Ni siquiera la Revolución rusa, y su ostentoso título de «Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas», logra resistir a este análisis: secuestrada desde los partidos políticos por una clase acomodada, terminó entrampada en la burocracia. Lo mismo corre para la mayoría de revoluciones en Latinoamérica, que ya fuese por falta de organización, infiltración de intereses espúreos o influencia de otros países, los pobres siguieron siendo los mismos.
El nacionalismo, como forma de encauzar el descontento, ha dejado siempre un saldo trágico. Ejemplos tenemos de sobra: la guerra del Chaco, entre Bolivia y Paraguay, con intereses de empresas Inglesas, y Alemanas, apoyando desde Chile y Argentina. La guerra del Fútbol, entre El Salvador y Honduras, con la United Fruit Company de por medio; la traición a la Revolución nicaragüense, apoyada desde Honduras. Y en Guatemala, cada vez que se les ocurre volver sobre el tema de Belice.
Para esto es que sirve el orgullo patrio: para inflar las cuentas de la FIFA, asegurar el capital circulante de la Estados Unidos y la Unión Europea, sostener ejércitos represores y mantener a flote a los oligarcas locales.
Lastimosamente, y aún es el caso Guatemala, el segundo método más efectivo para sabotear las organizaciones populares sigue siendo la iglesia. Basta recordar el listado de sindicatos que fueron prohibidos en Guatemala con la llegada de la contrarrevolución, el asesinato de líderes y posterior infiltración por parte de Estados Unidos, con la colaboración cercana del Arzobispo Mariano Rosell. Así fue como la Federación Autónoma Sindical, declaradamente católica, sustituyó a la Confederación General de Trabajadores, nació el Frente Cristiano de Trabajadores de Guatemala, y con el tiempo muchas otras organizaciones que se adecuarían a los dictámenes de la American Federation of Labor.
Según nos cuenta Mario López Larrave, el siguiente método más efectivo no está en la represión, sino en la corrupción. Así se consiguen acuerdos con líderes sindicales, que al gozar de beneficios extras, olvidan las causas que dicen defender. Más adelante tenemos pactos entre pastores-patronos y candidatos (cuando no son todos la misma persona), que se ciñen a los lineamientos dados por los patronos internacionales.
Y volvemos entonces a la reyerta entre Bakunin y Marx, cuando el primero le responde: «Me gustan mucho esos buenos socialistas burgueses que nos gritan siempre: –Instruyamos primero al pueblo, y luego emancipémosle–. Nosotros decimos, por lo contrario: que se emancipe primero, y se instruirá por sí mismo”. Hoy sabemos que no es así, porque sin educación ni memoria histórica los vicios se repiten. ¿Cómo se llega a tener una unidad sólida antes de la siguiente protesta? Con educación.
Leonel Juracán

Nació en la ciudad de Guatemala en 1981. Fue digitador y redactor en la editorial Ley-Va (2001-2002). En el 2000 fue director de redacción del periódico cultural de la Casa de la Cultura de Mixco. En 2003 y 2004 coordinó talleres formativos en Caja Lúdica y Folio 114. Ha publicado Guía práctica para manejar la invisibilidad (2001), Inflamable (2002) y Fúnebre y carnavalesco (2012). Su obra figura en distintas antologías como Tanta imagen tras la puerta (1999), Sueños de Guatemala (2004) y El futuro empezó ayer. Además, ha escrito para varias revistas, entre ellas Revista Alero Cultural (2008) y Revista USAC.
Ha incursionado en el teatro con sus piezas Minoterapia (2004) y El basurero (2006).
Un Commentario
AL FINAL LA PROPIEDAD ES UN ROBO.
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