El 11 de marzo de 1892, François Koenigstein, alias Ravachol, hizo estallar una bomba en un edificio de la calle Saint Germain del centro de París. El 27 de marzo, hizo estallar otra, en la calle Clinchy. Perseguido y capturado por la policía, la guillotina corto sus últimas palabras «Viva la re…». Así es como nace para la historia oficial contemporánea el mito del terrorista individual, del antisocial capaz de cualquier acto de violencia contra la humanidad por mero resentimiento. Lo que en opinión de muchos hoy merece el nombre de anarquía.
Aunque en esa época la prensa quiso hacer creer que Ravachol hacía un último llamado a la defensa de La República, dadas las diferentes formas de represión que rodearon a la Asociación Internacional de Trabajo y la traición de los republicanos franceses hacia las organizaciones obreras (que culminó con la masacre perpetrada contra la Comuna de París en 1871), es mucho más probable que su grito fuese un llamado a la revolución.
Es evidente que la acusación de «resentidos» que pesa contra quienes realizaron estos atentados, contrasta formalmente con la otra versión, más reciente, que simplemente le llama «violencia sin sentido». ¿Cuáles son sus verdaderas causas?
El mito de la conspiración
Un año después de los ataques de Ravachol (que por cierto, nunca mató a nadie), el 9 de diciembre de 1893, otro anarquista, Auguste Valliant, lanzó una bomba contra la cámara de diputados, sin causar muertos o heridos. También fue condenado a muerte, y aunque le ofrecieron el indulto, lo rechazó. Durante todo 1894, los ataques con bombas continuaron, fomentados en buena parte por algunos periódicos anarquistas, que explicaban cómo fabricarlas. La policía descubrió cerca de 19 bombas en febrero, y hubo atentados en las estaciones Saint Lazare, Hoteles, Calabresi y La Villete. En marzo, un anarquista murió al estallarle una bomba en las manos y hubo otra explosión en la catedral de Grenoble, causando 230 heridos. El punto más álgido (al menos en Francia) se alcanzó cuando el 24 de junio de 1894 Gerolamo Caserio, un estudiante italiano, asesinó a puñaladas al presidente de la República, Sadi Carnot, como venganza por negar el indulto a Émile Henry, otro anarquista, estudiante de teología, condenado a muerte por lanzar una bomba y ocasionar la muerte de un policía.
Aunque dichos ataques nunca estuvieron coordinados, la sucesión de actos semejantes tanto en Francia como Rusia, Austria, España, y Estados Unidos, atrajo la atención de la prensa amarillista, fomentándose el mito de que existía una conspiración internacional, bautizada como La Internacional Negra, a la cual, además de los múltiples bombazos, se le atribuyeron varios regicidios y magnicidios:
En 1881, Atentado contra el del Zar Alejandro II de Rusia; en 1897, Asesinato del presidente español Cánovas del Castillo; en 1898 contra Isabel de Austria-Hungría; en 1900, el rey Humberto I de Italia; en 1908, Carlos I de Portugal, en 1901 el presidente de Estados Unidos, William McKinley.
Exceptuando el atentado contra Nicolás II, que fue reivindicado por un grupo llamado La Voluntad del Pueblo» el resto pueden considerarse como actos individuales y desesperados, realizados por obreros radicales, que siendo testigos de la represión brutal del Estado, y sintiéndose traicionados por las organizaciones populares, vieron la violencia contra los mandatarios como única solución.
Michel Angiolillo, quien disparó contra el presidente de España, era tipógrafo de profesión, y durante su juicio, dijo que había actuado en venganza por las torturas que, un año antes, el gobierno había inflingido a cerca de 400 anarquistas, bajo la sospecha de planificar un atentado contra el rey Alfonso XII, del cual salió ileso el monarca, pero con una cauda de 12 muertos y 70 heridos.
Luigi Lucheni, asesino de la reina Isabel de Hungría, aunque nacido en Francia, era hijo de madre italiana, había crecido en un orfanato, y tuvo que trabajar desde los diez años en granjas y plantaciones. Lector asíduo de los textos anarquistas, y convencido de la «propaganda por la acción» que predicaban Bakunin, Malatesta, Prudhon y hasta Marx, se sintió indignado por la represión contra una huelga en Milán, y viajó hasta Ginebra para a asesinar al príncipe Enrique de Orléans, pero al no encontrarlo, decidió actuar contra la reina Isabel.
Estos son solamente dos casos. Las condiciones de vida para campesinos, obreros fabriles y pobres en general eran sumamente difíciles en Europa a principios del siglo XX. La revolución industrial no solamente había provocado la caída del antiguo régimen, sino también el ascenso de una burguesía voraz que, asociada a la antigua nobleza, no escatimó en el uso de las armas para continuar con la sobreexplotación de los trabajadores. Si a esto sumamos las guerras recientes de España en Marruecos y Cuba, entre Prusia y Francia, o Austria y Rusia, la situación era realmente desesperante: las tropas desmovilizadas y hambrientas saqueaban los campos, en los centros urbanos, se vivía hambre, suciedad y hacinamiento. Fue entre las masas de trabajadores obligados a emigrar que nació la idea de crear una organización internacional de trabajadores, capaz de presionar a los empresarios y exigir a los gobiernos el cumplimiento de sus derechos. Así surgió en Francia la Central General de Trabajo, en España la Confederación General de Trabajo, en Italia la Unión Sindical de Trabajadores, y un sinnúmero más de asociaciones, sindicatos y clubes cuya labor consistió en asegurar mejoras salariales, educación y atención médica para los obreros. Sus métodos fueron variando, desde el simple cooperativismo, creación de bancos, escuelas y hospitales, hasta la huelga y el sabotaje.
La represión que siguió a estas acciones fue tan violenta y sistemática que excede en mucho los atentados de los anarquistas: 30 000 muertos en Irlanda, 50 000 en la Comuna de París, 100 durante la Sublevación de Barcelona, y muchos más en otros frentes cuyo saldo de vidas ni siquiera se registra.
Ruptura con el socialismo
Si bien es cierto que el movimiento internacionalista obrero tuvo por objetivo mejorar las condiciones de vida para todos los trabajadores, nunca se llegaron a consensuar los métodos para conseguirlo. Para pensadores como Joseph Proudhon (primero en utilizar la palabra anarquía en sentido propositivo), de origen campesino, la cuestión estaba en la cooperación mutua y el reparto igualitario de la tierra, mientras que para otros, como Mijaíl Bakunin, obrero industrial, la ruta a seguir era disolver el Estado y cancelar la propiedad privada. Aunque ambas medidas eran compatibles e igualmente peligrosas para el poder del capital, ya que la consecución de una implicaría la necesidad de la otra; esa tensión entre campo y ciudad fue hábilmente aprovechada por los ideólogos de izquierda, que como buenos universitarios, herederos de cierta pequeña burguesía rural y artesanal, temerosos de perder sus privilegios, fueron acentuando las diferencias, hasta terminar con proponer simplemente una reforma estatal, expulsando de las organizaciones obreras a todos los que considerasen seriemente las soluciones anarquistas.
Quizá la mejor prueba que tengamos de ello es la traición contra Nestor Makhno, la única ocasión registrada por la historia en que hubo un movimiento anarquista armado y organizado. Makhno era campesino ucraniano que tras ser uno de los militantes más activos para el triunfo de la revolución, se acercó a Lenin en 1918 para inquerir sobra tácticas de defensa. Acusado de utopista por el dirigente bolchevique, volvió a su país natal para organizar su propio ejército. Su pueblo fue ocupado por tropas austríacas, convocadas por el mismo gobierno revolucionario (tratado de Brest-Litovsk). La casa de su madre fue inciendiada, su hermano fusilado. Con una indignación que contagió a otros campesinos, organizó una guerrilla que destruyó la ocupación austriaca. Su error fue no prever la venganza bolchevique, pues derrotados los invasores, volvieron a labrar la tierra, organizándose bajo ideales comunistas.
La frágil alianza con los bolcheviques se mantuvo mientras el ejército Makhnovista fuese útil a la revolución. Sus triunfos contra el ejército blanco de Denikin en Peregononka, la liberación de la ciudad de Ekaterinoslav. En estas ciudades se dio a los ciudadanos libertad de palabra y organización, libertad de trabajar como quisieran. En el campo sus ideales tenían éxito, pero no así con los obreros industriales, que veían la necesidad campesina de reclamar una tierra propia como un regreso al individualismo burgués.
En 1919, Trotsky ordenó que el Ejército Rojo se apoderara del poder que los partisanos de Makhno tenían en Ucrania. Pero una nueva incursión del ejército zarista obligó a que se unieran los rivales. Los bolcheviques prometieron liberar a los anarquistas presos, pero una vez terminada la campaña, se olvidaron de sus promesas.
En noviembre de 1920 se ocupó definitivamente el cuartel general de Makhno y muchos de sus colegas y Estado mayor fueron fusilados tras un juicio sumarísimo. Él logró escapar, pero su fama en occidente fue de un bolchevique sanguinario, murió en París, en 1935.
En 1921, la ciudad de Kronstadt se rebeló contra la autoridad bolchevique, pero fueron reprimidos por la fuerza. En 1922, los últimos anarquistas fueron liquidados por los bolcheviques.
El legado anarquista
Hoy no podemos ser ya tan ingenuos como para creer que un magnicidio incentive una revolución. Los mayores logros de los anarquistas no están en sus atentados, sino en sus métodos de organización.
Las bolsas de trabajo, incentivadas por Fernand Pellutier, como inicios de lo que más tarde se llamaría Seguro Social; la «escuela moderna», laica, horizontal, centrada en el aprendizaje por la experiencia, dirigida y organizada por Francisco Ferrer en Cataluña, como los primeros experimentos de la empresa educativa que luego emprendió Paulo Freire en América Latina; la reforma agraria y el fortalecimiento del poder municipal, que aún reprimido y combatido por el Estado, sigue motivando las luchas campesinas; y la independencia de los sindicatos respecto al Estado, la Iglesia y los partidos politicos, que qunque hoy parezca utopía, es el único camino que les queda para seguir existiendo.
Continuará.
Libros para consultar:
Joseph Proudhon. ¿Qué es la propiedad?
Mijaíl Bakunin. Estatismo y anarquía.
Piotr Kropotkin. La conquista del pan.
El presente ensayo fue publicado por primera vez en el diario La Hora, el 12 de agosto de 2016.
Leonel Juracán

Nació en la ciudad de Guatemala en 1981. Fue digitador y redactor en la editorial Ley-Va (2001-2002). En el 2000 fue director de redacción del periódico cultural de la Casa de la Cultura de Mixco. En 2003 y 2004 coordinó talleres formativos en Caja Lúdica y Folio 114. Ha publicado Guía práctica para manejar la invisibilidad (2001), Inflamable (2002) y Fúnebre y carnavalesco (2012). Su obra figura en distintas antologías como Tanta imagen tras la puerta (1999), Sueños de Guatemala (2004) y El futuro empezó ayer. Además, ha escrito para varias revistas, entre ellas Revista Alero Cultural (2008) y Revista USAC.
Ha incursionado en el teatro con sus piezas Minoterapia (2004) y El basurero (2006).
Un Commentario
Interesantísimo artículo sobre el anarquismo. Esperamos la continuación!
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