Amnesia

Monica Zak

No sé cómo me llamo. No sé de dónde soy. No sé quién soy.

Me miro en todos los espejos que encuentro, sin obtener respuesta. Todos dicen que se ve que soy maya, entonces quizá lo soy. Pero mi idioma, la lengua indígena, ha desaparecido por completo. El nombre de mi mamá, el mío, el del lugar de donde soy, todo se ha esfumado. Creo que me llamaba como mi papá. ¿Pero cómo se llamaba él?

No sé.

No lo recuerdo.

Desde aquel día, aquel horrible día, estoy solo en el mundo. Sin nombre y sin pasado. Lo que más me oprime es la soledad. Año tras año, he anhelado lo que no tengo: una familia. Y una madre que me diga esas palabras tan sencillas:

—Vení a comer. Ya está la comida.

Esto nunca se lo he contado a nadie. Siempre me he sentido obligado a callar lo poco que sé de mí mismo. Es difícil decir por qué. Quizá porque solo causa mucho dolor. Quizá tengo miedo de lo que no entiendo.

Estoy en el dormitorio del orfanato, sentado en el escritorio que está en la esquina. He comprado un libro de notas, porque he decidido atrapar los pocos recuerdos que salen a la superficie. Siempre los he oprimido cuando aparecen. He tratado de borrarlos. No ha sido posible. Siempre han vuelto. A cualquier hora y en los momentos más inoportunos. A veces, no he podido contener las lágrimas. Ahora he decidido sacarlos a la luz de una vez por todas. Los atraparé, los retendré. Los escribiré en este libro, que tiene a Winnie Pooh en la portada. Entonces quedarán ahí encerrados y ya no me molestarán.

Espero.

Comienzo con lo alegre. Tuve una madre, un padre y un hermano mayor. Mi hermano se llamaba Gaspar. Eso lo sé. Es el único nombre de esa época que tengo en la cabeza. Cuando me preguntaron en el hospital y en el orfanato cómo me llamaba, dije “Gaspar”.

Desde entonces, ese es mi nombre. Gaspar. Como he dicho, no recuerdo mi verdadero nombre.

Mi primer recuerdo es alegre. Antes de empezar a escribir, pongo un número uno en el libro.

1

Estoy en la oscuridad y hace calor. Quizás en una casa o en una choza. La única luz que hay proviene de un fogón que está en el suelo. Me estoy comiendo una tortilla caliente, sentado en las piernas de alguien. Estoy feliz.

2

Juego con el hijo del vecino. Jugamos de perseguirnos.

3

Mi hermano Gaspar me lleva a visitar a su novia. Al regreso, ella nos acompaña. Me trae cargado en la espalda.

Supongo que éramos pobres. Pero no importaba. Era feliz con lo poco que teníamos. Todo era tranquilo. Seguro. Desde entonces, nunca me he sentido seguro.

4

Vivíamos en las afueras de un pueblo o de una ciudad pequeña. Recuerdo que mi familia tenía una tiendita, cerca de la iglesia, y una milpa, que estaba al subir un poco la montaña.

5

Caminamos por un sendero empinado, hacia la milpa. Mi mamá, mi papá, mi hermano Gaspar y yo. Vamos a doblar las plantas de maíz. Es una preparación que se hace antes de la tapisca, de la recolección. Los tallos de las plantas se quiebran, pero las mazorcas se dejan ahí colgadas para que se sequen. Yo no puedo ayudar, porque soy muy pequeño y no alcanzo bien. Creo que tengo cinco años.

Estamos a una gran altura. A lo lejos veo un valle y detrás de él se elevan muchas montañas azules. Hace frío. Es muy bonito. Más allá del valle hay un pueblo. Empieza a salir un humo blanco del pueblo.

Mi papá dice que es raro. No es el tiempo de la quema.

—Voy a ver —dice mi hermano Gaspar.

Dice que puedo ir con él. Nosotros, solo él y yo, bajamos al pueblo a ver qué se está quemando.

Me siento orgulloso de que me lleve. Gaspar va adelante. Cuando ya estamos tan cerca que podemos mirar el pueblo desde una altura, vemos casas en llamas y dos soldados en uniforme camuflado. Ellos corren hacia otra casa y le prenden fuego. Las llamas se elevan rápidamente. Mi hermano se acurruca detrás de un arbusto y me obliga a arrimarme a él. Me quedo inmóvil y callado como un conejo. De repente, me susurra que tenemos que regresar a toda prisa. Se para y empieza a correr.

Yo no alcanzo a salir.

No puedo correr tan rápido.

Me pongo a llorar.

Entonces mi hermano se detiene y me lleva en la espalda. Cuando llegamos al campo donde mis padres están trabajando, Gaspar grita que los soldados están en el pueblo incendiando todas las casas.

Recuerdo que vi el miedo en los adultos. Salieron corriendo para la casa, agachados. Tampoco esta vez alcanzo a salir. Alguien me lleva en la espalda, no recuerdo quién.

6

Creo que es varios días después. Mi mamá, mi papá, el perro y yo vamos al pueblo quemado. Las casas están negras, en cenizas. Un olor acre golpea la nariz. Hablamos con algunas personas, quizá familiares nuestros. Cuentan que los soldados trataron de hacerlos decir quiénes del pueblo colaboran con la guerrilla. Nadie dijo nada. Por eso quemaron todas las casas. La iglesia también. A pesar de eso, se ven alegres. Y recuerdo que uno de ellos dijo: “No mataron a nadie del pueblo”.

Regresamos a casa. El perro ve algo a la orilla del camino y ladra histérico. Vamos a ver. Veo una imagen que no puedo olvidar. Un muerto. La cabeza está partida. Veo un ojo y los sesos que se le han salido. El cuerpo, los brazos y las piernas están hechos pedazos. Hay sangre por todos lados. Una nube de moscas se eleva cuando llegamos.

Nos alejamos corriendo de ahí.

Mi mamá me lleva de la mano y va llorando.

—No tengás miedo —le dice mi papá—. Nosotros no tenemos problemas con los soldados.

7

Todo ha cambiado ahora. Esa sensación de calor y seguridad que sentía en nuestra casa, se ha esfumado. Mis padres están preocupados. Susurran al hablar. A pesar de que estoy pequeño, entiendo que se preocupan por el maíz. Ya es hora de recolectarlo.

—¿Qué pasa si los soldados llegan y se roban toda la cosecha? —dice mi mamá—. ¿De qué vamos a vivir?

A pesar del miedo, subimos a la milpa. Cortamos todo. Mi papá hace unos hoyos en el suelo, donde metemos todas las mazorcas. Luego las tapamos con tablas y tierra, para que los soldados no las encuentren.

Cuando regresamos al pueblo, escuchamos disparos.

8

Noche. Mi papá me despierta y me dice que tenemos que irnos. Supo que los soldados nos buscan. No sabe por qué. Salimos a toda prisa. Está oscuro. Mi papá me lleva en los hombros. Alumbra con una linterna, para ver dónde poner los pies.

Nos escondemos una semana en la casa de un conocido. Está muy arriba en la montaña. Mis padres llevan comida. Después de una semana, esta se ha terminado. Hablan del maíz que cosechamos y escondimos. Ahí hay una chocita. Ahí vive mi hermano Gaspar y su esposa. Se acaban de casar. Llegamos. Todo está quemado. La choza está carbonizada. Entonces veo a los soldados. Corren hacia nosotros, apuntándonos con los fusiles. También traen machetes. Veo al muerto en mi cabeza. Pienso que ahora nos van a matar a machetazos. Entonces vemos a Gaspar y a su esposa. Ya están capturados, con las manos atadas por detrás. Los soldados amarran también a mis padres. Soy el único a quien no amarran.

Me pongo detrás de mi papá.

—¡Caminen! —gritan los soldados y nos obligan a caminar en fila.

Detrás vienen los soldados, con los fusiles alzados. Uno no trae fusil, pero cuando lo miro mueve amenazante el machete en el aire.

Bajamos toda la montaña y llegamos al pueblo. Nos obligan a avanzar en la calle principal. La calle está flanqueada por lugareños que nos miran en silencio. Veo sus caras tiesas. Todos saben que cuando los soldados llevan a alguien es para matarlo.

Cuando atravesamos el pueblo, veo que nuestra casa y nuestra tiendita han sido quemadas.

9

Nos encierran en una choza que está al lado de una barraca militar. Nos sentamos en el suelo de tierra, porque no hay muebles. El papá de la esposa de Gaspar sabe un poco de español, que es el idioma que hablan los oficiales y la mayoría de los soldados. Nosotros solo hablamos nuestra lengua indígena. El señor conversa con los oficiales. Sueltan a su hija, pero no a los demás.

No nos dan comida, tampoco agua.

Mi papá está enfermo y no deja de toser. Yo siento mucha hambre. Después de unos días, grito en mi lengua: “¡Tengo hambre!” Y golpeo en la puerta, aunque mis padres me dicen que no.
Creo que es hasta el tercer día que la puerta se abre y deja entrar la luz. En la puerta está un hombre alto, uniformado y barbado. Me dice que vaya. Pero solo yo puedo salir de la choza. Mis padres y mi hermano quedan encerrados. Entiendo que el hombre de la barba es un oficial. Me lleva al comedor de los soldados y deja que coma con ellos.

Nos sirven en platos de metal. Frijoles, arroz, un huevo frito y tortillas. Escondo comida en los bolsillos, para llevársela a mis padres y a mi hermano. Pero no me dejan regresar con ellos. Cuando comprendo, me pongo a llorar. Lloro sin parar. El barbado llega y se me queda viendo. Me da un juguete, para que deje de llorar. Pero no puedo.

Alguien me lleva al cuarto donde duermen los soldados y me señala una cama. Quieren que duerma con los soldados.

Está oscuro. Me acuesto en la cama. Del otro lado de la pared está la choza donde mis padres y mi hermano se encuentran encerrados. Oigo toser a mi papá. No puedo dormir. No quiero dormir. Escucho la tos de mi papá. Siento que estoy cerca de él, a pesar de la pared que nos separa.

Debo haberme quedado dormido. Cuando despierto, ya no oigo la tos. Del otro lado de la pared, está completamente en silencio. De repente, me agarra la desesperación. Todavía está oscuro. Recuerdo que escuché tres disparos. Alguien enciende una lámpara de gas y veo muchos fusiles colgados en clavos. Me pasa por la cabeza bajar un fusil, dispararles a los soldados y liberar a mi familia. Pero ni siquiera lo intento. Pienso que es imposible. Estoy muy pequeño. No sé cómo se dispara.

Tengo los ojos abiertos en la oscuridad. Veo que se acerca la luz de la madrugada. Escucho atento, pero no oigo para nada la tos de mi papá.

Los soldados bostezan y se levantan. Yo también. Salgo. Afuera de la choza, veo un montón de ropa.

Me acerco y reconozco la ropa.

Es la falda roja de mi mamá, su huipil y la cinta tejida que siempre lleva en la cabeza. Y es toda la ropa de mi papá y la de mi hermano. La imagen del muerto hecho pedazos se me viene a la cabeza. Me tiro en el volcán de ropa, entierro la cara en él y me pongo a llorar. ¿Dónde están?

¿Y por qué se han quitado la ropa?

Un soldado joven llega donde estoy. Trae un fusil. Señalando la ropa de mi mamá, me indica con gestos que fue él quien la mató. Más tarde, un soldado que habla mi lengua cuenta que los obligaron a desvestirse frente a la choza. Los llevaron desnudos al cementerio. Ahí los mataron y los tiraron en un hoyo.

10

Sigo en la base militar. Trato de huir. Salgo corriendo de ahí. Un soldado me alcanza y me lleva llorando de regreso.

—¿Para dónde vas?

—A mi casa.

—Vos no tenés casa. Y ya no tenés familia.

11

He dejado de comer. El barbado me saca del campamento. Ahora me matará a mí también, pienso. Pero no me importa.

Me conduce a un helicóptero que está en un campo. El helicóptero se eleva con unos ruidosos crujidos, cada vez más alto. Miro por la ventana. Allá abajo es mi hogar. Quiero tirarme. Pero no hay puerta por donde hacerlo.

El helicóptero aterriza en otra base militar. Ahí hay otros hijos de asesinados. Un grupo mudo y solitario de niños. Nos llevan a todos a otro lugar. Yo lloro y me niego a comer. Me llevan a un hospital militar. No pruebo bocado. Tratan de hacerme comer. Solo toco la comida.

—¿Qué querés?

—Leche fresca —les digo.

Cuando mi papá ordeñaba la vaca, me daba leche fresca. Pienso que leche fresca solo hay en nuestra casa, adonde pronto volveré. Y mi papá aparecerá en la puerta, con una vasija llena de leche para mí.

—Mirá. Te conseguí leche fresca.

Me siento decepcionado. Quien llega con la leche es una enfermera. Tomo un trago, o dos, no más. Lo que quería era irme a casa.

12

Estoy en un orfanato para niños pequeños. Todos somos huérfanos. De vez en cuando, vienen adultos a vernos. Todos sabemos que vienen para escoger un niño y adoptarlo. En cuanto aparecen por la puerta, los niños corren hacia ellos y se aferran a sus piernas. Todos quieren padres nuevos. Yo también corro y abrazo sus piernas. Cada vez tengo esperanzas de que sean mis verdaderos padres los que han llegado a recogerme. Y cada vez que veo una cara desconocida ahí arriba, quedo igualmente decepcionado. Nadie quiere adoptarme.

13

Nuevo orfanato. Los niños son más grandes. Vivo en una burbuja de soledad. No tengo amigos. Empiezo la escuela. Varios niños del orfanato van a esa escuela. Vamos juntos. Me atropella un carro. Los bomberos me llevan a un hospital. Me duele mucho, pero sobrevivo. Ahora me dan miedo los carros y me niego a ir a la escuela. No voy durante un año. Finalmente, se me quita el miedo y empiezo a ir otra vez.

14

Ando con unos muchachos mayores en la calle. Son maleantes. Roban. Fuman. Toman. Yo soy el menor y me conformo con mendigar. Un amigo canta en los buses. Después de cada canción, yo paso recogiendo el dinero en un vaso de plástico. Fumo cigarrillos. Pero nunca huelo pegamento, ni tomo alcohol, ni uso otras drogas, como los otros. Por eso no me quedo ahí. No me hago un verdadero niño de la calle. Me mandan a otro orfanato y empiezo a estudiar otra vez.

15

Ahora vivo en la Casa Alianza de Antigua Guatemala. Me quedo ahí tres años y hago el sexto grado. Lo más bonito de Antigua es la naturaleza. Desde la casa se ven las altas montañas y un volcán. Es muy bello. En el jardín hay árboles y flores. Yo sé que soy de un lugar donde hay montañas, paisajes y árboles. Me gustan todas las plantas. Eso hace que aquí casi me sienta un poquito en casa. Nos enseñan a cultivar verduras y a criar gallinas y cerdos. Los domingos jugamos en el bosque.

16

Tengo once años y he hecho algo que molesta a uno de los profesores de la Casa Alianza. No recuerdo qué. Soy un muchacho callado y tranquilo, pero parece que hice algo malo. Como castigo, debo limpiar el chiquero por la mañana. Lo hago. Pero el profesor no está. Cuando él regresa por la tarde, los cerdos han cagado de nuevo y no se nota que he hecho limpieza. Él me dice:

—No has limpiado donde los cerdos.

Entonces me enojo un poco yo también y contesto:

—Sí, ya limpié. Lo hice en la mañana.

—Mientes—dice el profesor—. Estoy viendo que no has limpiado. Hazlo ya.

Entonces me da tanta rabia que le doy una patada en la pierna. El director me manda a llamar y me dice:

—Vos siempre has sido calmado y te has portado bien, pero ahora le pegaste a un profesor. Eso va contra las reglas. Ya no podés estar aquí.

17

Estoy en una oficina en la Ciudad de Guatemala. Tengo miedo. Creo que me enviarán a una correccional de menores. De eso hablaban todos en los orfanatos donde he estado. Es lo peor que le puede pasar a un niño. En una correccional, uno está encerrado y le pegan.

Me llevan donde una mujer que está detrás de un gran escritorio. Ella es la que decide. Lloro y tiemblo de miedo. Cuando dice que quiere escuchar mi historia, no quiero contarle nada. Solamente la injusticia con lo de los cerdos.

—No tengás miedo —me dice—. Yo voy arreglar para te vayás a un lugar mejor.

18

No mintió. Ahora estoy en el orfanato Tío Juan. Somos 150 niños. Voy a la escuela, a secundaria. Y me va bien. Seguiré en el bachillerato. Me gusta este lugar. Estoy igual de solo que antes, pero me alegra ayudar a los más jóvenes. Cuando juego con ellos, olvido que no sé quién soy.

Me llevó tres días escribir mis dieciocho recuerdos. Escondo el libro de notas debajo del colchón. Como nosotros mismos hacemos las camas en el orfanato, no hay riesgo de que alguien lo encuentre. No quiero que otra gente lea lo que he escrito. Nunca le he contado a nadie mis dieciocho recuerdos. Pero ahora que están atrapados en el libro, quizá me dejarán en paz.

No sucede eso. La cosa empeora. Los recuerdos que he escrito dan vueltas y aparecen aún más a menudo. En cualquier momento. En el salón de clase. En el autobús. En el comedor. Hasta cuando estoy entrenando a los menores del orfanato que juegan baloncesto. Me arrepiento. Nunca hubiera escrito lo poco que recuerdo de mi niñez. Esos recuerdos me despiertan en la noche y he vuelto a tener una vieja pesadilla. La tenía a menudo cuando era pequeño: camino por una vereda. Antes de mí va una mujer, que sé que es mi mamá. Lleva una falda roja con una raya amarilla y un huipil cubierto de bordados. Sus trenzas van recogidas, adornadas con cintas y flecos. Trato de alcanzarla, pero ella acelera el paso. Se vuelve y entonces puedo divisar brevemente su rostro. Corro para alcanzarla, pero camina más rápido. Por más que corra, no la alcanzo.

Ahí solía despertar, llorando, cuando era pequeño.

Ahora me pasa lo mismo.

De repente, un nombre empieza a dar vueltas en mi cabeza: Antonio. Sorpresivamente, recuerdo que ese es el nombre de mi papá. Sé que teníamos el mismo nombre. Entonces yo también debo llamarme Antonio. Y surge otro nombre. El de mi mamá. Ella se llamaba Catarina. Pero no recuerdo nuestro apellido. Tampoco el nombre de nuestro pueblo. Esto también debe entrar en el libro.

19

Mi papá se llamaba Antonio. Seguramente, yo también me llamo así. Mi mamá era Catarina. Pero todavía no sé mi apellido, ni de dónde vengo.

20

Recuerdo tres cosas más. Un árbol, un árbol especial. No se cómo se llama. De esos no hay aquí en la ciudad de Guatemala. También recuerdo una iglesia blanca y un camino empedrado que conduce hacia abajo.

Cuando vivía en el orfanato de Antigua hicimos un viaje a Santa Cruz del Quiché. Al bajarnos del autobús, sentí un frío que reconocí. Y el aire limpio. Y las montañas que nos rodeaban. Sabía que antes había visto unas así. Quizá yo era de ahí.

De repente, vi a una niña que tenía ropa similar a la que mi mamá tenía en la pesadilla. Cuando eso sucedió, yo tendría unos diez años y era bastante tímido. Pero olvidando mi timidez, corrí tras la niña, la alcancé y le pregunté:

—¿Sos de aquí?

—No.

—¿De dónde sos?

—De Nebaj.

Ahora mis recuerdos se están moviendo y no me dejan en paz. Hablo con la gente del personal y les digo que quiero investigar mi pasado. Me aconsejan visitar el primer orfanato donde estuve. El orfanato Luisa Martínez, donde me dejaron los militares. Tomo el autobús, lleno de esperanza. Cuando entro al orfanato, reconozco el olor. Y cuando me asomo a la sala grande, los niños corren hacia a mí y me agarran de las piernas. Creen que quiero adoptar a alguien. Me suelto. Le explico a la cuidadora que yo también he estado en ese orfanato, que yo también corría a encontrar a los visitantes y me prendía de sus piernas.

En la oficina, buscan mis papeles de inscripción. Ahí solo dice Gaspar; varón; cinco años, aproximadamente. Origen: desconocido.

Lo mismo ocurre cuando finalmente logro conseguir mis papeles en el registro oficial. No encuentro ni una pista.

El personal del orfanato Tío Juan entiende mi decepción. La soledad me está matando. Estoy perdiendo el equilibrio y no veo una verdadera razón para vivir. Me dan dinero.

—Andá a buscar a Nebaj. Ya estás grande y podés hacerlo.

Me voy en bus y llego de noche. Me quedo a dormir en un hostal. O más bien, trato de dormir. Salgo en la mañana, lleno de esperanza. Decepcionado, veo que la ropa de las mujeres no es idéntica a la que mi mamá tiene en el sueño. Y la iglesia de Nebaj no es como la que recuerdo.
Visito un pueblito cercano. Tampoco ese corresponde. Voy a la alcaldía y pido que busquen en los viejos archivos. En ningún lugar hay huellas de un hombre llamado Antonio, una mujer llamada Catarina y sus dos hijos varones. Me regreso.

El tiempo pasa despacio en el orfanato. Me siento igual de vacío, igual de irreal. Dejo la escuela y me pongo a trabajar. Ahorro todo el dinero. Cuando tengo suficiente, regreso a Nebaj. Salgo un poco del pueblo. Y veo un árbol. Lo reconozco. Sé que donde vivía había un árbol de esos. El árbol me da esperanza y entusiasmo. Por fin, una pequeña pista.
Los indígenas de aquí hablan ixil. No lo entiendo. Pero si soy de esta parte de Guatemala, debo haberlo hablado. Ahora no comprendo ni una palabra. Ahora solo sé español.

Me quedo a dormir en un hostal barato. El hecho de haber reconocido aquel árbol, me da valor. Por lo general, soy tímido y callado. Ahora hablo con la gente. Pregunto. Digo que ando buscando un pueblo donde hay una iglesia blanca. Al lado de la iglesia, hay un camino empedrado que conduce hacia abajo. Un hombre me da el nombre de dos pueblos cercanos, que según él corresponden a esa descripción. Hay un bus a las cinco de la mañana. Lo espero con tiempo, en la oscuridad. Hace mucho frío. Me tiemblan los dientes y escondo las manos en las axilas. Me parece reconocer ese frío. ¿No aguanté mucho frío cuando era niño? Creo que sí.

El bus nunca aparece. Un pickup me da un aventón, y después un camión. El conductor me dice que parará afuera de un pueblo que se llama Chajul. Cuando nos acercamos, siento que el corazón golpea mi pecho. ¿Quizá este es el lugar? Pero, ¿por quién voy a preguntar? El camión se detiene, me bajo y camino hacia el pueblo. Veo pocas casas. No reconozco nada. Camino más despacio y con pesadez. ¿Por qué estoy haciendo esto? Es una locura. No tengo pistas. Llegó la hora de darse por vencido. Sigo caminando despacio. Siento las piernas como troncos. Encuentro a un hombre que trae un gran saco de maíz en la espalda. “¿Aquí es Chajul?” “No. Es más adelante”, murmulla, clavándome los ojos con desconfianza.

Sigo. Otro pueblo. Paso entre las casas y veo la iglesia.

Se me salen las lágrimas.

Reconozco la iglesia y reconozco el camino empedrado. Y cuando veo a una mujer descalza, que pasa rápidamente a mi lado, veo que lleva una falda roja con una raya amarilla, un huipil cubierto de bordados y unas trenzas adornadas con cintas y flecos. Se viste como mi madre siempre aparecía en ese sueño. La alcanzo y le digo algunas palabras confusas en español. La mujer me echa un vistazo y huye como conejo asustado.

De todas formas, estoy contento. Por primera vez en muchos años, siento que vivo de verdad. Reconozco el lugar. Dando pasos largos, bajo por el camino empedrado. A la izquierda estaba nuestra tienda. Ya no está. Pero no es raro, pues los soldados la quemaron.

Un hombre trae una bicicleta en la mano. Le hablo en español. Se detiene y me mira con desconfianza. No visto como indígena, sino como los jóvenes de la ciudad: jeans, camiseta, chaqueta de lona, gorra roja, Adidas blancos. Y hablo español. Por suerte, él también.

—Creo que me llamo Antonio —le digo—. Y creo que soy de aquí.

El rostro liso y ancho del hombre empieza a cambiar. La desconfianza desaparece y pronto puedo ver sus dientes, grandes, amarillos y alegres.

—¿Vos sos aquel niño Antonio que se llevaron en helicóptero? —me pregunta.

No puedo responder. No quiero ponerme a llorar. Por eso, solo asiento con la cabeza, muchas veces.

—Yo conocí a tus padres —dice el hombre—. Te parecés bastante a tu mamá. Tu hermana todavía vive aquí.

¿Hermana? No me acordaba de que tenía una hermana. Mientras nos dirigimos a su casa, me entero de que en el pueblo viven mi hermana mayor, que ya está casada, muchos primos y otros familiares. Y dos abuelos que nunca perdieron la esperanza.

Antes de llegar, escucho que soy ixil y que me llamo Antonio Guzmán Bop.


Texto traducido por Oscar García.

Ilustración por Gerald Steffe.

Monica Zak

Escritora y periodista sueca, de origen checo, conocida por sus populares libros para jóvenes. Ha publicado 46 libros,traducidos a vario sidiomas incluyendo el español. Su novela La Hija del puma fue adaptada al cine. Muchos de sus textos tratan sobre personajes y ambientes de América Latina.

Un Commentario

La Quijota 07/12/2017

Una triste historia basada en una cruda realidad. Cuando me pregunto porqué tanto resentimiento, tanto odio u división y tan poca capacidad de perdón entre los guatemaltecos, vienen a mi mente historias parecidas a la de Antonio y entiendo que alguien que haya vivido tales atrocidades y tal falta de amor, ve cuesta arriba funcionar en una sociedad y más cuesta arriba poder perdonar. Pero no solamente el ejército cometió tales atrocidades, la guerrilla también, por lo tanto tenemos tristes historias de ambos lados que llenan un pueblo entero de rencor y caminos desviados.

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